lunes, 22 de diciembre de 2008

Personajes secundarios, de Joyce Johnson

Joyce Johnson (Nueva York, 1935) repite incasablemente en entrevistas su hartazgo por la continua identificación con el autor de En el camino o Los vagabundos del Dharma —de quien fuera pareja durante un par de años—, lo cual no es inconveniente para que en una artera estrategia publicitaria Personajes secundarios aparezca editado con una foto en primer plano de Kerouac, o como si crónica alternativa de una generación beat más bien machista se tratase, si bien dos quintas partes del libro no tienen nada que ver con el grupúsculo literario. Personajes secundarios aborda un vibrante testimonio histórico sobre el contexto cultural emergente circunscrito en el Nueva York posterior a la II Guerra Mundial, y caracterizado por un atrezzo a imitación de las novelas y los modos de Scott Fitzgerald, los tan cinematográficos Diners, la represión sexual («En aquella época algunas mujeres conservaban trocitos de papel con los nombres de médicos que practicaban abortos ilegales», dice la autora), los hipsters y una universidad repleta de aspirantes a artistas que irían disolviéndose con el tiempo. Solemne atmósfera ante la cual Johnson se permite desmontar su mitología e iconografía inteligentemente: «Sueño con convertirme en bohemia, pero me falta la ropa adecuada […] Si alguien me hubiera dicho que el deseo de poseer aquellos artículos equivalía, en un contexto distinto, al deseo de poseer una sudadera de béisbol determinada, me habría sentido humillada.» 

Exceptuando algún que otro bostezo imperdonable como descripciones de primeras reglas (¡!), Personajes secundarios se trata sin duda de unas memorias escritas con garbo y pulso narrativo. En lo concerniente a Kerouac, Johnson testimonia a escasos metros algunos de los hitos beats más significativos, a saber, el viaje con Ginsberg a Marruecos o la elogiosa reseña que En el camino recibiera en el New York Times en 1957, punto de partida que lo catapultara a la fama y después a la autodestrucción alcohólica. Añádase a ello el semblante huidizo, narcisista y autosuficiente del narrador norteamericano, ante el que Johnson parece comparecerse a ratos y encontrar explicaciones en sus antecedentes emocionales («[Joah Haverty] se había burlado de sus textos, quería que dejara de escribir y la mantuviera, lo había tratado como a un tonto y se había liado con otros hombres») y en el carácter posesivo de su madre. Todo un culebrón en donde brilla eso que suele conocerse como morbo —«interés humano», según conceptos periodísticos—, aunque apto para gourmets, eso sí. 

viernes, 12 de diciembre de 2008

Incógnito, de Grégory Mardon

A Grégory Mardon (Francia, 1971) le basta una resma de solo cincuenta y ocho páginas para pergeñar un intachable tratado sobre las relaciones humanas en plena era post-feminista, tal como ya empieza a anunciarnos desde la mismísima portada de Incógnito (Víctimas perfectas). En ella asistimos a un Jean-Pierre sentado en un sofá junto a la fisioterapeuta Berenice, la cual, pese a estar prendado de ella, se le antoja monstruosa y gigantesca por lo inalcanzable; una relación asimétrica entre sexos descompensados. 

La trama que sigue Incógnito parte del accidente sufrido por un Jean-Pierre ebrio que, tras fracturarse la pierna, conocerá a la atractiva Berenice en su consulta. La fisioterapeuta, no obstante, aparece dominada por el segundo personaje masculino de la historia: su hermano Ambroise, condenado a observar el mundo desde su silla de ruedas, y, acaso presa de la apatía y la completa ausencia de actividad, portador de un irrefrenable bucle de celos. De este modo, no debemos interpretar como una mera casualidad el hecho de que Mardon decidiera caracterizar al sexo masculino en Incógnito como lisiado (débil) en una suerte de dicotomía, pues mientras Ambroise sufre por sus ardides malévolos para dominar a Berenice —del abuso psicológico al chantaje emocional mediante falsas amenazas de suicidio—, Jean-Pierre lo hace por todo lo contrario: su complejo de castración y síndrome de impotencia, secuela de su propensión a pasar desapercibido en el mundo (en efecto, Berenice describirá al protagonista como «Nada sospechoso y sincero.»)   

Huelga advertir que son los detalles sobresalientemente agudos los que hacen de Incógnito un golpe —difícil de digerir— directo al estómago del lector; obsérvese en este sentido ese flash-back en el que la madre de Jean-Pierre, luego de haber discutido con su marido, abraza al futuro hombre invisible directamente contra su pecho, violando así toda preceptiva freudiana; o el asco con el que Ambroise asiste a la cobertura de una necesidad fisiológica tan corriente como pueda ser la comida por parte de su hermana Berenice (p. 28). Así que no se excusen: lean a Mardon. Ya. 

domingo, 7 de diciembre de 2008

After Dark

La situación es la que sigue. Un hombre que en primera instancia se nos antoja borderline por ingenuo (Takahashi) irrumpe en Denny’s a pocos minutos de la medianoche; allí no para de ofrecer su conversación a Mari, a la que solo conoce tangencialmente. Cuando Takahashi desaparece del local Kaoru solicita a Mari su ayuda para mediar en su love-ho con una prostituta china, violada por una encarnación maléfica en forma de oficinista nipón recluido solo de madrugada en su cubículo y con Bach sonando en el equipo musical (Shirakawa, o el doble perverso de Takahashi a partir de las reflexiones de este sobre la justicia). Ni que decir tiene, conforme avanzan los relojes de la narración (unos relojes que se dilatan y contraen a su antojo como La persistencia de la memoria: particularidad de After Dark) la relación entre personajes como Takahashi y Mari va afianzándose —un clásico en Murakami— sin caer del lado del folletín. Mientras, en la habitación en donde Eri Asai —hermana de Mari y modelo profesional— duerme por un lapso de tiempo de dos meses, asistimos a una recreación del Lynch de Carretera Perdida o el Haneke de Caché, con esa célebre pesadilla tecnológica de los televisores incontrolables. 

After Dark es un libro que se olvida(rá) pronto. Decadente. A su conclusión, uno duda si a lo largo de las páginas ha tenido lugar algo más atractivo aparte del cruce entre Takahashi y Mari: la tan prometedora trama que se relaciona con la prostituta del love-ho y la mafia china se evapora ante nuestros rostros escépticos, a la par que la búsqueda de Shirakawa opta por resolverse mediante engañifas tecnológicas que no conducen a ningún sitio. A la sombra de obras mayores como Tokio Blues y, sobre todo, Al sur de la frontera, al oeste del sol, en After Dark queda ya poco de la sensibilidad erótica que ponía al autor japonés en consonancia con la cinematografía de Wong Kar Wai —ese tándem imprescindible de la nueva cultura oriental—. Empero, bien es cierto que en la novela aún sobrevive otro rasgo común: su gusto por los escenarios de neones y brumosos materializada en la estetización del rótulo (aunque regresen sobre el reconocible imaginario murakamiano, buena parte de las descripciones que presenta el libro son todo un ejercicio de efectividad) y su consecuente inmersión en una nocturnidad oriental, digamos, de sci-fi. Todo un placer para los sentidos y acaso uno de los pocos reclamos con los que vender esta novela. ¿Mi consejo? Relean a Murakami. Prescindan de After Dark.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Homo Sampler: La elocuencia del coolhunter literario

(Entrevista a Eloy Fernández Porta)

De las viñetas de Miguel Brieva a firmas como Ferrero Rocher, The House of Blues y los relojes Swatch, pasando por el mismísimo concepto de «amistad» y la prosa de J.G. Ballard, Quim Monzó o Bukowski; el ensayo de Eloy Fernández Porta Homo Sampler (Tiempo y consumo en la Era Afterpop), de reciente publicación en Anagrama, constituye un título imprescindible en la crítica cultural española actual —de los pocos, por cierto, capaces de conseguir arrancar las carcajadas del lector con temas del tipo «el bucle o el rapto del presente». Y va en serio.

AJR: «Hablar de cultura de consumo es hablar, en primer lugar, de un impulso primordial: el de devorar.» A mí esto me parece una metáfora estupenda de su obra ensayística: esa «obligación de leerlo todo» a la que Pierre Bayard se refiere en Cómo hablar de los libros que no se han leído… Algo muy capitalista, vaya: acumulación de información en cantidades desmesuradas.

Eloy Fernández Porta: Pues suena razonable, pero ¿qué es lo "desmesurado"? Temo que este término, y los relacionados, cambie con cada generación. Me he encontrado con profesores universitarios de cincuenta años que me reprochan "usar demasiadas referencias" y con blogueros que me afean no haber hablado de videojuegos, de dramaturgos o de otros escritores catalanes. Uno tiene tendencia a ordenar toda esa información, a someterla a estructuras como la del ensayo sobre RealTime, que está organizado en veinticuatro secciones, como una "reconstrucción del día". Por eso ahora mismo no me veo capaz de tener un blog, que me parece un medio disperso en el mejor de los sentidos, aun cuando veo que muchos autores son bien capaces de bloguear con una mano y escribir novelas con la otra.

AJR: UrPop, RealTime, TrashDeLuxe, Afterpop… ¿Y esa obsesión suya por la taxonomía y la jerga coolhunter?

EFP: La figura del coolhunter se me antoja como una figura de conocimiento, quizá la que mejor representa nuestra época. En es un intento de comprender la economía cultural del momento, el coolhunter se ve obligado a realizar varias actividades simultáneas, y aparentemente contradictorias: prever el futuro inmediato, y realizarlo en el momento en que lo enuncia; romper con la moda imperante, pero también restablecer otra nueva; introducir un nuevo criterio de valor, pero también reafirmar alguno de los anteriores. Eso es pensar en el capitalismo; situarse "fuera de él", como ha pretendido el humanismo clásico, es una pretensión inútil. Por lo demás, el coolhunter corre el riesgo de ser devorado por la moda o por una tribu de jebis; ambos aspectos los he intentado abordar en Homo Sampler. En cuanto a la terminología, para mí es sólo "el nombre de la cosa"; me interesa más el contenido de esos términos, aunque ya me figuro que el membrete puede llamar más la atención. Si a veces uso categorías que recuerdan más a una revista de tendencias que a los estudios académicos es porque las primeras me parecen más sintéticas y más prácticas.

AJR: Son muchos los fragmentos diseminados a lo largo de su ensayo que desprenden un poso de necesaria —y relativizadora— sociología de la literatura. ¿Suscribe el postulado, radical, de Baricco, según el cual Shakespeare es equiparable a Mickey Mouse?

EFP: Pues no. Ese es el tipo de cosa que todo el mundo está dispuesto a decir en un momento de "relativismo posmoderno" o pa ligar, pero que nadie cree, si aún puede decirse esto, "en su fuero interno". Porque cuando tú o yo escuchamos la palabra "Shakespeare" su resonancia, sus implicaciones, su sonoridad incluso, resultan ser completamente distintas a las de la palabra "Mickey Mouse". No es relevante si "tenemos razón" al sentirlas distintas; lo importante es que se nos antojan diferentes, como también lo son los términos "ternasco" y "baquelita". Lo importante de la frase de Baricco no es lo que dice, que se ha venido diciendo, sea con voluntad provocadora o sincera, al menos desde los años cincuenta, sino su decisión, meramente retórica, de yuxtaponer términos dispares —decisión que se revela exitosa, ya que no "significativa", en la medida en que tú mismo has seleccionado esa cita, descartando otras frases que te parecían menos llamativas, porque en ellas ese contraste era menos patente o no existía. La conclusión de todo esto la ha enunciado muy bien Boris Groys: la frontera entre la alta cultura (que él llama "espacio del archivo") y la baja (que él denomina "lo profano") no se anula con un golpe de dados creativo, ni con "la deriva del capitalismo", ni con la debacle del sistema educativo; esa distinción es producida performativamente en el interior de cada obra, de tal modo que la tensión entre ambos estratos se convierte en estéticamente reveladora. Porque suscita tensión. Y, como tú sabes, yo entiendo que esa tensión se resitúa en el marco de la cultura pop, entre obras y estilemas que interpretamos como "alta cultura pop" y otros que nos parecen "basura pop".

AJR: Sé que le apasionan los cuestionarios difíciles, así que esta vez le voy a dejar en manos de Sartre: ¿Qué, por qué y para quién escribir?

EFP: Para quienquiera que quiera echarse unas risas.

AJR: Javier Calvo, en Esquire (noviembre de 2008): «La desventaja [de las generaciones] es el Cansancio de la Repetición». Añádase a esto que asistimos a una suerte de segunda oleada de escritores mutantes. ¿Cuánta vida le queda al grupo?

EFP: Bueno, toda esta historia no la concibo como "un grupo", sino como una serie de encuentros, intercambios y proyectos entre gente de distintos ámbitos creativos. En la difusión de todo ello hay que diferenciar entre dos instancias de información, que han producido discursos distintos. A los que trabajamos en ensayo nos interesa, sobre todo la estética. En cambio, a los que trabajan en periodismo cultural, aunque también manejan criterios de estética y de otras disciplinas, les concierne, sobre todo, la sociología de la cultura. Esto explica que en el traslado de un ámbito a otro a veces haya aspectos que queden "lost in translation". Términos de estética tales como la "pangea" de Vicente, la "postpoética de Agustín o los míos propios, cuando se enuncian en textos de periodismo cultural, se han reformateado a veces como si definieran un grupo de narradores unificado por criterios generacionales. Mi visión de la historia no es generacional, no es exclusivamente novelística y no está fundada en afectos personales, que son cosa privada, sino en afinidades creativas, que las puedo sentir igual con un artista que con un narrador, igual con alguien nacido en el 75 que con alguien nacido en el 57.

EDC: Se le ve muy cómodo, y con una impronta reconocible desde varias millas a la redonda, en la escritura de ficción: ¿para cuándo una novela o una nueva colección de relatos de Fernández Porta®?

EFP: Tengo terminado un libro de relatos, un bestiario, del que he ido publicando algunos adelantos en revistas y en antologías, alguna de ellas en traducción inglesa. Se trata de un bestiario, y desarrolla algunos temas que salen en el ensayo sobre UrPop, aunque en este caso se trata más de "lo animal" que de "lo primitivo". Lo publicaré más adelante.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Todo lleva carne, de Peio Hernández

Pienso: la conjunción entre fragmento y topografía urbana —escenario indiscutible de la modernidad literaria desde Baudelaire— a menudo acaba por derivar en una suerte de reminiscencia a lo contracultural, a lo outsider, a lo subterráneo: collages, como un lienzo de Basquiat.

Precisamente es en ese poso de lo subversivo, salpimentado con un jugoso retrato de lo que (trayendo a colación al Perec de Las cosas, ofuscado cuando de lo que se trata es de perfilar la dignidad estética de la vulgaridad y el día a día, sin caer del lado de lo kitsch o lo blandengue) es la anodina clase media «low cost», donde descansa Todo lleva carne; un sugerente debut novelístico de Peio H. Riaño (1975), que, frente a los metadiscursos estériles de nuestro tiempo, consigue alzarse entre la muchedumbre a partir de su valor como documento antropológico. Tráigase a colación, pues, el relato «Lo que le jode a…»: una reinvención del corto ‘Foutaises’, de Jean Pierre Jeunet, y ejercicio de relativismo en donde el texto se comporta como tabula rasa para albergar los miedos de sujetos completamente dispares, diseminados todos ellos a lo largo de pirámide social —desde «el presidente de Volkswagen» hasta una madre anónima pasando por Elvira Lindo o un tal P.R.H…—, y cuyo corolario vendría ser algo así como el suspiro No somos nadie. Y cierto es que buena parte de Todo lleva carne —deudor a tiempo parcial de Circular, de Vicente Luis Mora— admite ser leído como tratado de fobias y filias: «Me gustaría poder comprar algo de tiempo», «el problema no es leer un libro al año o cuatro al mes / el problema es qué haces luego con lo que lees», «Escribo un mail a Paco, que tiene una hija y un hijo por este orden: ¿Has puesto a cocer alguna vez un chupete?»

Es verdad que, como Javier Calvo apuntase en un artículo para Esquire (Noviembre de 2008), el problema de las generaciones siempre acaba siendo «la Muerte por Repetición». No obstante, y aunque el autor de Todo lleva carne pueda ser reunido dentro de una segunda hornada de nuevos narradores avantpop, Peio H. consigue dar un toque de atención a los lectores, recordando así que el futuro de la narrativa no ha de atravesar necesariamente las nuevas tecnologías, y que el asfalto, la exploración sociológica y el calor humano, vuelven a ser material al uso de primer orden.

Odio Barcelona

Odio Barcelona, que sigue la estampa generacional de otros títulos como Mutantes, Golpes: Ficciones de la crueldad social, o Resaca/ Hank Over, se presenta sin concesiones. Con un (mejorable, de largo) diseño de portada que pretende una estética de post-graffiti —photoshop como simulacro del stencil, para el caso—, y una llamada de atención por parte de la editorial al hilo de los peligros que entraña el pensamiento único y el capitalismo descabalgado, la primera conclusión ideológica que se extrae de todo esto es el lema Globalización sí, pero de otro modo, pues a priori, maticemos, bien es cierto que habría un poso aberrante en el hecho de reunir a doce escritores jóvenes enfrentados a su propia contemporaneidad. Así, el objeto de estos ensayos y relatos no será otro que la Barcelona postolímpica, la que «en ese raro afán por acercarse a París, cobra caro y trata mal; a eso le llaman glamour» (Llucia Ramis), «la ciudad más europea de Europa y con más ciudadanos del mundo del Mundo» (Óscar Gual), en la que hay cabida para «tropas gafapasti que sobreviven a la crudeza de los inviernos macbianos» (Carol París), y la de «la bohemia sin talento, el ocio con ínfulas, y la vidorra sin medios» (Javier Blánquez, excelente en “De este rebaño no tira cabestro”).

Para alivio del lector, diremos que no todos los textos han sido orquestados en su significado siguiendo las directrices altermundialistas de las que la editorial Melusina habla, y que afortunadamente también hay espacio para el odio engarzado a la esfera de lo personal. En este sentido destacan sobremanera los textos de Robert-Juan Cantavella, Óscar Gual o Hernán Migoya entre otros: mientras el primero plantea un arcade de corte punk —nada que ver con el punk-journalism— en donde la «cabeza de gran dimensión» del personaje arremete contra «muñecos de uniforme» y «muñecos amarillos que han venido a velar por mi seguridad», Gual propone un descacharrante e ingenioso formulario de entrada para «abrirle la puerta tan sólo a aquellos que lleven un ciudadano de Barcelona en su interior», y Migoya transmite la tensión generada en un vagón de metro entre un «guiri» y un pandillero latino. Anticipo a su esperado Homo Sampler —precisamente ayer[1] puesto a la venta—, Eloy Fernández Porta cierra la antología con uno de sus aplastantes ensayos donde disecciona distintas manifestaciones del odio entroncadas a la visión mercantilista: «desde las noticias de la televisión nocturna hasta el cine y los conciertos de rock, el odio se presenta en formato sensacional, como mercancía, fácilmente accesible a los consumidores.»

Entre la amalgama estilística de Odio Barcelona actúan como interludios los ejercicios periodísticos de Lucía Lijtmaer («La estrella de cinco puntas») y Fernández Mallo («Viaje-Experiencia Odio Barcelona»). El primero de ellos, a juzgar por la escasa luz que arroja al conjunto, remitirá al lector la dicotomía entre lo que es un Fragmento y un apunte a vuelapluma; en bruto. En cuanto al autor de la saga Nocilla, este vuelve a probar la desconcertante combinación de material gráfico y testimonios que ya había llevado a cabo con anterioridad en la revista Quimera, en un texto donde hay tiempo para fotografiar las nubes de la Ciudad Condal, y recoger opiniones personales de los ciudadanos sobre su ciudad.




[1] 6 de noviembre.

domingo, 26 de octubre de 2008

«Me sedujo la idea de varios autores insignes muy bien tratados por una pornostar»

(Entrevista con Javier Moreno + Reseña de Click)

De Saussure ya advirtió George Mounin que «la fuerte tradición familiar de cultura matemática, lejos de ser un estorbo, le proporciona uno de los componentes más reconocidos en su originalidad como lingüista». Algo muy parecido es posible advertir en la figura de Javier Moreno (Murcia, 1972), quien, esgrimiendo una prosa que en sus dos novelas —Click y La hermogeníada— recordará al lector la nueva narrativa estadounidense (del Dave Eggers de Una historia asombrosa, conmovedora y genial al Safran Foer de Todo está iluminado, pasando por el humor de Sedaris o la desmesura fosterwallaciana), ha convertido en seña de identidad suya cierta conjunción entre las ciencias exactas —Moreno cursó estudios de Matemáticas—, la cultura clásica y el gusto por el sketch y el corte publicitario. En declaraciones a EDC, el autor alude a su mapa referencial de este modo: «Cuando uno escribe se crea una especie de tabula rasa, desde los prospectos médicos a los cómics de la infancia pasando por la historia personal de cada uno. Del mismo modo la temporalidad también se iguala. En Cortes publicitarios, por ejemplo, tan referente es Píndaro como un anuncio contemporáneo». Y con toda naturalidad, resume: «No sabría decir qué es lo que más me ha influido, si Foster Wallace o Mortadelo y Filemón.»

A propósito del hilo argumental de su última novela, Click, Quisque Serezádez toma un colt 45 modelo Peacemaker (!) con una bala en el tambor, y opta por aquello de la ruleta rusa. A cada disparo que no acierte a salpicar de vísceras el lugar de los hechos, el personaje proseguirá redactando sus memorias; regresará una y otra vez sobre las historias de sus nueve musas (entre las que figuran periodistas, adolescentes, actrices porno, modelos, astrónomas…), cada una de las cuales inspira un estilo de escritura diferente al protagonista. Añádase a ello algunas aseveraciones de Quisque tales como que «el mundo no es un lugar confortable», y «nuestro objetivo en esta vida es fabricarnos otra caverna, un útero artificial donde morar y morir», para extraer uno de los primeros corolarios: Solo la escritura (el arte) nos redime.

Ahora bien, si de algo no carece Quisque es de perspectiva. Y como él mismo afirma en una suerte de referencia al ejercicio intelectual y el arte de la metáfora: «Era una estupidez a la que había que dotar de algún sentido. Algo en lo que siempre me he mostrado extraordinariamente hábil.» Más allá, Moreno duda de la veracidad que puedan contener las confesiones de su propio personaje; como él mismo apunta: «Siempre me ha atraído la idea del efecto túnel, el supuesto de que cuando uno muere pasa la vida en un instante por delante de tu conciencia, motivo por el que me interesaba contar su historia como si fueran fragmentos. Como si Quisque asistiera a esa visión post mortem. Y es por ello por lo que creo que se mantiene la ambigüedad a lo largo de la novela, y nunca se sabe si Quisque está jugando a la ruleta rusa, o bien realmente se ha disparado y todo lo que exterioriza no es más que el cuento a una especie de San Pedro.»

Lo sublime, lo cursi. La tomadura de pelo.

Acerca de la banda musical Keane, recientemente señalaba Íñigo López Palacios en EP3: «Con esas armas [batería, teclado y voz] componían unas canciones que se movían en esa finísima línea que separa lo sublime de lo hortera. Dependiendo del estado de ánimo del oyente aquello podía ser rock épico de primera división, de ese que se usaría para una carga de caballería, o pop empalagoso hasta el empacho». Exactamente la misma actitud lúdica o broma que Quisque quiere establecer con el lector, ese coqueteo suyo con la frontera que separa lo sublime, excelso y delicado de la melindre, la ñoñez y lo grotesco: Apto para abrir un interrogante sobre la cabeza del lector. Verbigracia, «al poco escucho el líquido fluir, un pequeño y cristalino arroyo discurriendo sobre un nevado paisaje alpino» (Descripción de Quisque al hilo del ejercicio de una micción femenina.)

Dudas, y más dudas, sobre la ontología de la ¿novela? contemporánea española.

Decíamos, cada una de las musas de Quisque inspira a este un tipo de escritura distinta. Es más, Click actúa sobre el lector como un juego de espejos cóncavos y convexos, en los que la narración puede dirigirse hacia una especie de patio de butacas, como si de un monólogo dramático se tratase (no olvidemos que Moreno es también autor de la obra teatral La balsa de Medusa), o como acto de introspección en donde tiene lugar el desdoblamiento (aquí Quisque practicaría una narración —estándar— en tercera persona para referirse a sus otros yo pasados), o también en un estilo epistolar de marcado carácter intimista. A ello suma Moreno —ensayista, también— disquisiciones de carácter teórico, aunque en origen su proyecto sea el de mantener un cordón profiláctico entre distintos géneros. En contraposición, alude a las vetas metaliterarias que desprenden algunas escenas de Click, por ejemplo, «la del coleccionista de reliquias que recoge fragmentos de la supuesta cruz de Cristo por diversos lugares del mundo. Ahí —dice el autor— la narración se equipara con la propia escritura de la novela». También: «La adicción macabra de Quisque en su infancia por reunir un collar de cuentas con hormigas para después prenderles fuego no deja de ser otra metáfora de la propia escritura del libro. Los fragmentos serían esas cuentas y el disparo es lo que reuniría a todos ellos».

Ante un panorama semejante cabe plantearse si Click es, en efecto, una novela, o una compilación de relatos con estructura marco definida —entroncando, claro está, con Las mil y una noches— más un notable prurito de ensamblaje. Para el escritor, «se trata no de una unidad orgánica, aristotélica, sino vinculada a la violencia; concretamente al juego de la ruleta rusa.»

¿Light? ¡Yeah!, pero con mala leche.

Que Javier Moreno no se corresponda con el arquetipo de intelectual socialmente incisivo no es óbice para que su narración —llamémosla light; intencionadamente feliz, a ratos— descuelgue sutiles derechazos a la ceja de más de un asunto peliagudo allá en la palestra informativa. Piénsese en la mordaz y apoteósica versión guiñol que despliega sobre la guerra de Iraq —protagonizada por unos inolvidables Push Junior, Tyrano, Tomy Jerry, Duce Mercatoni y Cidi José Mary—, donde la búsqueda de las Armas de Destrucción Masiva ha sido sustituida por el secuestro de Ada Dyamond McGregor, amada del gran Push Junior. Acaso con unos planteamientos retorcidos, Moreno opta por arrastrar el episodio histórico a lo literario, interpretándolo como una versión reciclada de la Ilíada homérica. Así, señala: «Desde que empezó el conflicto yo veía claro que las armas de destrucción masiva no eran más que una Elena de Troya, que luego resultó no estar allí según la documentación de la época». Siguiendo esta línea destaca el homage a Nabokov circunscrito en el personaje de Vivianna, adolescente de apenas trece años con la que Quisque entabla relación a través de un chat, y de la que finalmente acabará prendado. Sorprende aquí el ejercicio relativizador, no normativo, cuando Quisque se explica ante las acusaciones de Carolina: «No es una niña —dice el protagonista—. Es una diosa.» En este sentido, Moreno habla de establecer una clara separación entre la realidad y la ficción (en este punto es cuando uno recordaría el estrambótico caso mediático de Hernán Migoya con Todas putas), y aclara: «Quisque diviniza la belleza, y en este caso el personaje es un ejemplar más de esa belleza ».

Chúpate esa, Von Trier.

No es infrecuente oír hablar a los productores culturales sobre la necesidad de llevar a cabo un porno de autor e inteligente a la par. Jordi Costa, por ejemplo, sugiere que el salto cualitativo en el género X tiene lugar cada vez que alguien ilumina una perversión hasta entonces inédita. Por su parte, Lars von Trier cuenta que en cierta ocasión reunió en Dinamarca a un conjunto de mujeres con el objeto de desarrollar un ejercicio de brainstorming, a partir del cual poder originar una cinta como reacción al canon Playboy. Sea como fuere, resultó que la imaginación de las danesas no iba mucho más allá de la lectura que los productores californianos aplican a la sexualidad.

En el caso de Click, es posible hallar mediante Mymmi, actriz y productora, un nuevo conato para reformular la pornografía.

Pregunta: ¿Qué es lo que te atrae del porno para abordarlo en la novela?

Respuesta: A mí siempre me gusta a darle una vuelta de tuerca a los temas. Y desde luego no me gustan las escenas donde se trata el porno de manera convencional. En el caso de Mymmi, esta realiza películas que siempre tienen una componente intelectual detrás, incluso simbólico, rayano en lo metafísico.

P: ¿Y qué hay de la escena con Proust, Joyce, Cervantes y Virginia Woolf?

R: Me seducía la idea de juntar a varios escritores insignes de diversas épocas, mezclarlos y que fuesen tratados muy bien por una estrella del porno. Definitivamente, creo que se lo merecen.

Imposible mejorar los honores, vaya.

domingo, 19 de octubre de 2008

Carta a D., André Gorz

Algunos de los datos que arrojaba Foreign Policy, en su número de agosto/ septiembre de 2007, a propósito de “la revolución de los solteros” eran los siguientes: “La tasa de nupcialidad en la zona UE-15 había bajado de 5,2 bodas por mil habitantes en 1994 a 4,7 en 2004. Al mismo tiempo, los europeos se divorcian cada vez más y más frecuentemente (0,5 divorcios por mil habitantes en la UE-15 en 1960, frente a 2,1 en 2004).” Y también: “El número de hogares unipersonales ha aumentado [en España] en un 82% entre 1991 y 2001, con un incremento particularmente acusado (209%) entre los jóvenes solteros, de 25 a 34 años”. No es de extrañar, pues, que el fenómeno de los singles haya ido modificando su lectura desde tiempos situacionistas, cuando Debord y Vaneigem se referían al matrimonio como institución burguesa —el propio Gorz también memorará el concepto en Carta a D.—; hasta la contemporaneidad nuestra, en donde la relaciones humanas seriadas y el ultraberalismo sexual, a cuyas más negativas consecuencias se referiría Michel Houellebecq en el brillante ensayo integrado en Ampliación del campo de batalla, empiezan a entenderse como el vaciado de contenido por parte del Capital hacia todos aquellos progresos sociales alcanzados al término de la década de los sesenta.

Así las cosas, frente a la pésima educación sentimental con la que parece arrancar el siglo XXI, André Gorz propone un texto simple y llanamente exquisito, magnánimo; toda una rareza para quienes crecimos al amparo de esa misma «revolución de los singles», tan en boga mediática. Como es sabido por el lector, Gorz y su esposa Dorine compartieron suicidio en septiembre del año pasado ante la grave enfermedad degenerativa de esta, algo que ya se anticipa en el último texto del intelectual de origen austriaco. Carta a D., además, es presentado sin ningún tipo de aderezos ficcionales, con una prosa sencilla —inmejorable, habida cuenta del candor y la sinceridad con que la prosa parte— y un objetivo completamente cerrado: «Necesito reconstruir la historia de nuestro amor para captar todo su sentido», resume Gorz.

Más allá de lo anecdótico, donde hay cabida para repasar el París de los años cincuenta y sesenta, así como algún que otro episodio humorístico no intencionado (verbigracia, la oposición de la madre de Gorz al matrimonio de este con Dorine, que acabaría en nada menos que un «peritaje grafológico», testigo de la supuesta incompatibilidad de caracteres entre ambos) y los “vicios” burgueses de la pareja sesentayochista (p. 86); hallamos sugeridas en Carta a D. los complejos y debilidades concernientes a la figura del pensador: delatan a Gorz —y paralelamente al espectro social que representa— frases tales como «Te desenvolvías sin esas prótesis psíquicas que son las doctrinas, teorías y sistemas de pensamiento. Yo las necesitaba para orientarme en el mundo intelectual, aunque pudiera cuestionarlas», «Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad», o incluso la ligeramente cínica: «Encontré muchas dificultades con el amor, ya que es imposible explicar filosóficamente por qué se ama y se quiere ser amado por tal persona precisa, con exclusión de todas las demás.» En resumen, no es difícil referirse al último testimonio del austriaco como un escrito con un evidente componente ideológico revolucionario (en efecto, entroncando casi con la cita de Pasolini —y la actitud de autores como Glucksmann—, según la cual ser revolucionario en determinados tiempos equivale a ser reaccionario), donde el enlace marital se lee, para el caso, como símbolo contra la lógica cultural del capitalismo tardío. Ahí es nada.

domingo, 5 de octubre de 2008

Cut & Roll, de Óscar Gual

De lo que no cabe duda cuando uno aborda el debut novelístico de Óscar Gual (Almassora, 1976), es que esta primera referencia suya está plagada de irregularidades tanto como de buenas intenciones: Cut and Roll cuenta con algunos puntuales momentos de esplendor, insípidos capítulos (inexplicablemente Gual se empeña en llamar a estos “tracks”, cosa que ejemplifica sus artificiosos conatos de vanguardia en demérito de los progresos desarrollados por algunos de sus contemporáneos entre los que se quiere integrar) y fragmentos netamente censurables. Para ilustrar esta idea basta comparar el track 0 y el bonus track 2: El primero de ellos constituye en toda regla una equívoca interpretación de la influencia de lo audiovisual sobre la narrativa, en la medida que Gual no crea sino un guión cinematográfico, que, por supuesto, arrastra consigo ritmos lentos —muy lentos—; soporíferos. Es decir que si el de Almassora no hubiese publicado en la repetable DVD, sería un fantástico blanco de críticas por un estilo más que próximo al fílmico best seller de corte kenfolletiano y danbrowniano (!). En contraposición, al autor no le tiembla el pulso en bonus track 2 cuando de lo que se trata es de inmiscuirse en el carácter pseudoreligioso o tribal contenido en el ejercicio de la fiesta y la nocturnidad —asunto irresistiblemente pop, y sin embargo, ay, planteado en tan pocas ocasiones—, al que cabe añadir el acertado despliegue imaginativo de corte burroughsiano: «Subiendo las calles estrechas y empinadas, unos diablillos afeminados me señalan con sus rabos y un gran robot con un pene articulado de tres metros es arrastrado por cuatro enanos vestidos con faldas y botas militares». Bravo por el homage, Gual.

Decíamos, Cut and Roll está plagado de buenas intenciones, tal como apunta el continuo reciclaje de escenarios (del campo de golf al desierto, pasando por el centro educativo, un avión, Venecia, escenarios virtuales…, siempre en aras de los visual), así como su suerte de proyección enciclopédica. No faltará tiempo, pues, para abordar el discurso publicitario (teletiendas por aquí y por allá), la alienación, los videojuegos, el sexo, la violencia, la música, la coacción social del mundo juvenil (plausible, por cierto, el duodécimo capítulo de la novela), o el arte contemporáneo. Sea como fuere, dicho compromiso con el contexto temporal del autor se esfuma a través de los torpes monólogos del protagonista, Joel, salpicados de un rasgo —mal que nos pese a muchos— bastante común en nuestra narrativa de última generación: La subestimación del enemigo (Mercedes Cebrián, Alberto Lema o Alberto Gismera, en mayor o menor medida también han incurrido en la misma falta). Queremos decir con esto que Gual, o mejor aún, Joel, aspira a ejercer de francotirador desde lugares comunes, y por ende, con una óptica lo suficientemente obtusa como para que el disparo no surta ningún tipo de efecto en el receptor. Sirvan de ejemplo confesiones como las que siguen: «Son tan glotones con la comida como los políticos con el dinero o las modelos con la coca», «Su mayordomo, cuyo nombre intuyo que es Adam o Spencer» (demostración de que Gual ni siquiera se molesta en evitar los tópicos), «Ochenta y cinco jetas adornadas con sendas monturas de pasta lamentándose amargamente por no tener su ración semanal de cultura no popular», etcétera. Prosigue el registro de nihilismo pueril con un humor que funciona una de cada diez veces, y una serie de observaciones a propósito del sexo que no ocasionarán más que un bostezo fuera del espectro de adolescentes onanistas (p.108, p.222). Ahora bien: ni que decir tiene que las acusaciones vertidas sobre el protagonista no buscan eclipsar ese carácter misántropo, que tal vez sí sea definitorio de nuestros tiempos; al contrario, el problema estriba en lo poco verosímil del personaje, muy lejos de la obra de Palahniuk o Bret Ellis con las que Cut & Roll ha sido tan comparada.

En resumen, Gual podría haber pergeñado un debut notable de haber adelgazado el texto final, y suprimido tantos y tantos pequeños detalles que a estas alturas de la película no son sino vulgar reproducción de los descubridores (piénsese en la escritura a partir de un lenguaje de programación —puro jPod—, o el recurso —prescindible para el caso— de las notas a pie). En otras palabras: Cut & Roll ha llegado al mercado editorial demasiado tarde, lastrado por los éxitos que en los últimos dos años han revolucionado la prosa patria. ¿Momento entonces de hacer un alto en el camino? Seguro que sí.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Pizzería Kamikaze, de Etgar Keret

Admitamos desde este preciso instante que el proceso evolutivo del Etgar Keret (Tel Aviv, 1967) en La chica sobre la nevera hacia Pizzería Kamikaze resulta próximo al desmán. Y es que si bien es cierto que en su primera colección de cuentos editada en España el autor israelí esgrimía una composición tan desopilante como temeraria (pienso en algunas perlas del tipo «por la noche volvió Lucach a soñar que estaba en la jungla. Que saltaba de árbol en árbol, comía plátanos y se follaba a todas las monas»), erigida a través de una metodología pseudodadaísta; en Pizzería... cabe pensar que Keret ha querido moderarse, no solo ya en cuanto al humor cáustico, sino también en lo que respecta al componente político. Recuérdese a este respecto la continua parodia de unos y otros en el conflicto árabe israelí esbozada en La chica…

Para el caso que nos ocupa, y habida cuenta del reciclaje estilístico, diremos que hay relatos que son meros accesos de ingenio —tal es el caso del conato alegórico contenido en “La historia del conductor de autobús que quería ser Dios”; probablemente el cuento menos prometedor de la compilación, y por ende el menos apropiado para inaugurarla—; relatos blanduzcos, también —“El cóctel del infierno”—; o relatos como “La chaladura de Nimrot”, que apuntan muy buenas maneras y recuperan al Keret más gamberro. Será aquí, pues, en esta historia sobre la degeneración de la amistad, donde el israelí regrese al pastiche de postín con personajes chiflados que reescriben La Biblia (en efecto, ya que vamos a practicar la iconoclastia, pensaría E.K., ¿por qué no hacerlo apuntando al mismísimo Borges de Pierre Menard?) y espíritus que toman el pelo a los vivos a través de la güija, sin por ello desestimar el componente esotérico del texto. Pero la cosa no se queda ahí: acaso por su brevedad, “Útero” alcanza cotas aún más altas de virtuosismo narrativo que ponen de manifiesto la capacidad de Keret para desfigura al ser humano en sus obsesiones más burdas —el sexo; la envidia—.

Adaptada a la novela gráfica y al cine, la novela corta que da nombre a la compilación regresa sobre dos de los topoi más recurrentes en el escritor israelí, a saber, el más allá y la religión. Un rasgo que al entroncar con la escenografía de road movie infernal (los personajes de Pizzería Kamikaze viajan a lo largo de un purgatorio de suicidas donde incluso hay cabida para el ex líder de Nirvana) y las simpatías de los desequilibrados personajes (entre otras cosas, los chicos de Pizzería sueñan que se “cagan en la cabeza” recíprocamente), traslada la narración a un espectro fronterizo entre el cuento clásico y el siempre impagable olfato de coolhunter, al que podríamos referirnos como po(p)modernidad literaria. Al margen, conviene incidir sobre los momentos extáticos que Keret alcanza gracias a alguno de sus microrrelatos integrados en el corpus total, verbigracia, el feroz diálogo entre Ari y Nasser que resume la colisión de valores entre el mundo oriental y occidental (p. 78).

Por todo lo anterior concluiremos que en ninguna de sus dos opciones (La chica… o Pizzería) resulta Keret rechazable. De lo que no cabe duda, pues, es que el espíritu —digamos, un treinta y cinco por ciento más— descafeinado que esgrime en su última entrega, caerá de mal grado en el estómago de sus fans.

miércoles, 25 de junio de 2008

martes, 17 de junio de 2008

Fashismo

Como los ya canónicos Bret Ellis en American Psycho o Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades, el nombre de Frédéric Beigbeder (Neully-sur-Seine, 1965) constituye referente obligado a la hora de abordar las distintas lecturas que ofrece la sociedad hipercapitalista y globalizada. No en vano, la obra del autor en cuestión conlleva cierta tentativa de diseccionar las perversiones de Occidente. En este sentido —y aunque Beigbeder jamás abandone para siempre ningún tema, sino que reincida en los mismos libro tras libro, incluso repitiendo ideas descaradamente—, 13’99 euros (traducida al español en 2001) fue una brutal descripción de la degeneración personal que sufren los circuitos publicitarios; Windows on the World (2004), ensamblaje de historias en torno al desastre del 11-S —sin excesivas connotaciones ideológicas, cosa que juega a favor del francés—; y El amor dura tres años (2005), retrato del nuevo modelo de relaciones sentimentales seriadas y perecederas.

Con este background, Socorro, perdón —en buena medida, entroncando con la Rusia postsoviética de la que Pelevin hablaba en Homo Zapiens— traslada al lector a la noche moscovita, donde Octave Parango, protagonista de 13’99 euros, ejerce ahora como cazatalentos para agencias de modelos. Igualmente, el tema central es aquello a lo que el autor apela bajo el concepto de “fashismo”. O lo que es igual: racismo hacia los feos. “¿Qué es más fascista —se pregunta Octave—: el burka o mi booker?”

Concebida como una serie de confesiones por parte de Octave al padre ortodoxo de la catedral de Cristo Salvador, esta nueva entrega vuelve a reformular los esquemas formales y de contenido que caracterizan a Beigbeder, tales como:

A) Interés por lo patético, próximo al de su coetáneo Houellebecq. Beigbeder se propone y consigue transmitir una extraña sensación de vergüenza ajena mediante diálogos estúpidos (en los que, por cierto, acostumbra a dar cuenta del colonialismo cultural y lingüístico norteamericano, como ya se vio en Windows on the World), comparativas fuera de lugar (“La mujeres también se evalúan sin tregua, como prostitutas en una acera.”) o enfermizos monólogos interiores, que ponen en evidencia el espacio privado del individuo moderno (“Me digo con frecuencia que si la violación fuese legal simplificaría la vida de los hombres modernos”); como dice el protagonista: “La verdadera locura aparece cuando cesa la comedia social”.

B) En palabras de Isabel Obiols: “a Beigbeder se le reprocha a menudo un estilo que tiende al abuso de la frase brillante.” En efecto, se observa en las disertaciones que el autor introduce el gusto por la reducción de ideas a lápidas y aforismos.

C) Incorrección política. Ante todo, Beigbeder es realista, y es por esto por lo que nos habla de la nueva oligarquía rusa, violenta y corrupta (véanse, por ejemplo, pp.163-165, una suerte de reminiscencia al film Hostel); pero también del Octave niño, con once años, educado en el bombardeo de imágenes sexuales, y que, frente a “chicas de veinte años […] con sus dientes blancos y sus faldas cortas”, solo pide “que aquellas diosas abusaran de mí sexualmente”. Del mismo modo, conviene detenerse en los constantes guiños a la pornografía, que devienen —como ya advertimos arriba— disección de las perversiones del mundo desarrollado (“Yo sabía también colmar mi soledad amontonando a las chicas desnudas encima de mi edredón. Padre, nunca sabrá lo dulce que es ordenarles que se besen sacando la lengua, hasta que sólo les une un hilo de saliva”); así como en la explotación de menores. El espectro social al que Beigbeder se refiere, se caracteriza por una constante pugna entre cazatalentos por conseguir la modelo más joven: “Y más que nada he visto chicas, lo juro, las chicas rusas… son la industria nacional”.

D) Integración (inteligente) de los melindres publicitarios. Si bien en Windows on the World, el escritor recurría a lo lacrimógeno mediante las escenas del padre y sus dos hijos desapareciendo lentamente en el World Trade Center, Socorro, perdón regresa sobre los arteros trucos de manipulación mental, como se observa en el relato que Octave cuenta a la modelo Irina K. (p. 74).

E) Acidez extrema. Octave hace chistes como los que siguen: “Si te acuestas conmigo te prometo enormes consecuencias mediáticas”, “En Moscú, la estación que lleva a San Petesburgo se sigue llamando Leningrado (le comprendo: los rusos no pueden cambiar todos los letreros de tren cada vez que cambian de totalitarismo)”, “El otro día, un colega me anunciaba la llegada de unas chechenias lascivas: no eran más que anoréxicas traumatizadas por las violaciones de soldados rusos […] ‘Lo siento’, les dije, señalándome la frente, ‘¡aquí no llevo escrito Amnesty Internacional’”!

A partir de la suma de todos estos elementos, que se contonean peligrosamente entre la provocación gratuita y la más corrosiva de las sátiras, es el lector quien elige una vez más si sitúa a Beigbeder, bien en lo mero histriónico, bien como uno de los más interesantes dinamitadores del sistema. Probablemente, para el francés ambas cosas no sean en absoluto incompatibles.

viernes, 30 de mayo de 2008

Geografía del tiempo

Título: Geografía del tiempo
Autor: A.G. Porta
Editorial: Acantilado
Fecha de publicación: mayo de 2008

Geografía del tiempo
, apéndice de la anterior novela de A.G. Porta (Barcelona, 1954) Concierto del No Mundo, consiste entre otras motivaciones, en una afortunada rareza literaria en la que el autor vierte escenarios característicos de la ciencia ficción sobre una narrativa que en ningún caso es “de género”. Al contrario, A.G. Porta despliega un texto de corte metafísico (si bien nos encontramos con alguna que otra consideración por parte de los personajes bastante, bastante previsible y manida —pp. 52-53, o p. 102.—) sin que ello, como decimos, signifique descuidar la carga cromática y cinematográfica del texto (“Dos niños muertos fingen dormir en el interior de una manta doblada sobre sí misma”; “La bala le ha partido la columna vertebral, solo así se explica la postura de un cuerpo desmadejado, abatido junto a la acera, como si hubiese querido ocultar su rostro [… ] en esos pocos centímetros de desnivel que hay entre la acera y la calzada”), ni dejar a un lado guiños al influjo de la cultura de la imagen (“Ahora amo, le escribe a McGregor, amo una imagen”).

En Geografía del tiempo asistimos a un cazador de extraterrestres (la mención a Blade Runner, por todo lo anteriormente dicho, es obligatoria) que, destruida la Tierra, vigila Ciudad del Espacio archivando cadáveres y en busca de depósitos de víveres; ante él solo un desierto. Y es por esto por lo que resulta especialmente acertado recurrir al fragmento, porque en su conjunto, estos repercuten en el lector como una suerte de evocación a los últimos latidos de la civilización. No obstante, y aún en lo que a materia estilística se refiere, García Porta desploma —en contadas ocasiones, eso sí; y al principio de la narración— el clímax narrativo con alguna que otra desacertada comparativa (“Con una mano agarra fuertemente la correa del maletín, como si las esposas que lo unen a él no fueran a cumplir su cometido” —?—).

En su carácter de introspección —pues la narración se centra en la reconstrucción a su gusto, por parte del último superviviente, de la cultura—, Geografía del tiempo deviene tratado de incomunicación humana: sin una sociedad que lo respalde, el cazador de extraterrestres mantiene una convulsa lucha por mantenerse sobrio (“El viejo cazador desespera porque no consigue explicarse”) y huir del patetismo producto de la desintegración (“Amar a una muerta, canta improvisando una letra. Amar un cadáver. ¿Qué sentido tendría violar un cuerpo sin vida, desnudarlo y hacerle el amor?”).

Una última cosa para terminar: No se dejen persuadir por lo que leen en la contraportada del libro, dado que Porta no se sirve de ella para compendiar la trama de la novela, sino que crea el marco donde transcurren los acontecimientos —París (!!)— y añade información que, de otro modo, sería desconocida para el lector.

miércoles, 21 de mayo de 2008

La orgía Vilas

Título: España
Autor: Manuel Vilas
Editorial: DVD
Año: 2008

Erigida como ensamblaje de textos breves, y en el cual es posible hallar desde un post procedente de manuelvilas.blogspot.com hasta una carta en la que se exponen las deficiencias del piso del propio autor, España constituye la nueva gamberrada de la factoría Manuel Vilas (Barbastro); ese escritor nacido en los sesenta («España también tuvo años sesenta. Los años sesenta: un tiempo en donde era posible la felicidad y la inocencia histórica.») aunque dotado de un asombroso espíritu, digámoslo así, adolescente. Obsérvese a continuación a qué nos estamos refiriendo: En su anterior novela, Magia (DVD, 2004), hay un célebre epígrafe en el que unos empleados de Carrefour y McDonald’s deciden acabar con el tedio mediante la celebración de una orgía. Pues bien, muy posiblemente esa sea la idiosincrasia fundamental de Vilas: el carácter orgiástico de su obra tanto en verso como en prosa.

En efecto, la España de la que Vilas habla —porque no es lo mismo España que España— es aquella jactanciosa de su progreso («“No creo que yo fuese feliz viviendo como un pobre”, le dije a Julia») y extasiada por la sociedad de la abundancia («Mañana iría a El Corte Inglés y a la Fnac y compraría todos los deuvedés que encontrase de Edith Piaf»); la misma que se salta las colas (p. 53), ve «mujeres desnudas en Internet haciendo el amor con varones de grandes extremidades, pobres mujeres», y en la que aún laten ecos de figuras como Nino Bravo («Su nombre verdadero fue: Luis Manuel Ferri Lopis. Hizo la mili en 1964, y muy bien»). Sea como fuere, resulta imprescindible advertir al lector que el carácter de España —como en el resto de su obra— no es normativo; Vilas es un autor inteligente, que trata como tales a sus lectores, y que por tanto no necesita indicarles hacia dónde han de encaminar sus pensamientos. De hecho, en una digresión a pie de página podemos leer lo siguiente: «Es una exageración dramática, muy española, el decir que España está retrasada. Pero es mentira. Ese tipo de literatura que trata del retraso histórico-económico de España no tiene sentido a partir de 1990.» Por supuesto, resulta tentador llevar a cabo una lectura irónica o aberrante —en términos de Eco— de todo esto, y situar al escritor aragonés como un dinamitador del sistema desde dentro; pero desde luego, el amplio abanico de lecturas que ofrece es otra de las grandezas de Vilas.

En una reciente entrevista, el escritor declaraba: «Abomino de la literatura como institución.» Hete aquí, pues, otro de los más polémicos y destacables frentes abiertos de España: la cruzada contra el anquilosamiento de la literatura y el establishment académico, tal como puede advertirse en fragmentos como “Tesis doctorales” o “María”. Asimismo, Vilas ofrece constantes guiños a la obra de Roberto Bolaño (al margen de homenajes a 2666 y préstamos de expresiones típicas del escritor desaparecido, compárese la descripción del infierno de los coches Lada —p. 54 de España— con aquélla otra del cementerio en Amuleto, de Bolaño —p. 65—) y una óptica lúdica y antidogmática de la literatura; una literatura vista por individuos totalmente ajenos a ella como es el caso del ingenuo niño que confundía la foto de Kafka con la de un gitano. ¡Chapeau, Vilas!