sábado, 25 de julio de 2009

'Un guión para Artkino', de Fogwill

¿Es compatible la actividad del creador con un régimen socialista? ¿Admite la condición humana doblegarse ante la uniformidad que postula el comunismo? Un guión para Artkino —escrita a finales de los setenta, aunque ahora publicada en Argentina y España— plantea estas cuestiones partiendo de una alucinación que solo el excéntrico Fogwill (Buenos Aires, 1941) podía llevar a buen puerto. A saber, nos encontramos en 1994, año en que Argentina ya es parte nada menos que de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y el protagonista de la novela (homónimo del autor) recibe el encargo de un guión para los estudios comunistas Artkino —o como reza la sinopsis, el Hollywood soviético—, que transcurría en el año 2018, «eliminados los focos de resistencia capitalista enquistados en el Atlántico Norte y el Extremo Oriente». De modo que de la mano de Un guión para Artkino asistimos en esencia a una metaucronía en torno al mito del fin de la historia, aunque no como después de la Guerra Fría Fukuyama nos hizo creer (la victoria del liberalismo después del descalabro fascista), sino en su sentido original, antes de que las utopías se extinguieran. Cuarenta años después de su escritura, el disparate está servido.
Podemos afirmar que Un guión para Artkino descansa sobre una lectura pésima de la especie humana, su bien el argentino prescinde de lastimar el ánimo de sus lectores; al contrario, estimula la inmensa ironía de su texto a partir de un monólogo manierista, petulante y triunfalista a ratos —como acostumbran a hablar los unidimensionales hombres de Partido en los estados populistas—, o el humor que desprende la psique de Fogwill personaje, cuya ética lo empuja a cuestionar si cada una de las acciones que ejecuta son ideológicamente comunistas o no. Verbigracia, la reflexión sobre la significación política del habla de cortesía, o el capítulo titulado «Prerrogativas», que arranca con un debate —bastante burgués, por cierto, tanto por la forma como por el contenido— sobre si el uso del cosmético debe ser aprobado o no por el Partido. Un dilema bizantino resuelto del siguiente modo: «no puede ser que las muchachas de afuera del Partido vistan mejor y se arreglen y sean más atractivas que nosotras… Eso no favorece a las Juventudes, y muchos camaradas corren tras mujeres que, por estar fuera de la Juventud y de las tareas del partido, se arreglan como actrices de televisión.» He aquí cierto guiño a la (micro)propaganda, algún tiempo después del clímax de Riefenstahl, y mucho antes de la democracia mediática por Sartori referida.
Dice en la página 87 el guionista de Artkino: «la derrota de la sociedad individualista es inexorable». En efecto, he aquí la clave de la novela, pues a lo largo de toda su extensión acontece el autoengaño del protagonista, caracterizado por la vanidad del creador, el deseo de saberse posicionado para con los otros (p. 34) y la transgresión estética y el ansía de eternidad sobre el pragmatismo de la obra que los políticos exigen. Como de él se nos dice, Fogwill es un completo ignorante en materia política: «¡Él está tan alejado de todo…! La Literatura lo absorbe… Ni sabe lo que pasa afuera.» De ahí que para representar la arrogancia, si me lo permiten, blotchiana (del personaje de novela gráfica Blotch, paradigmática representación de la neurosis artística), Fogwill haya hecho despliegue de las fantasías más pueriles que sobrevuelan la mente del escritor; concretamente hablamos del instante en que la joven Silvia invita al protagonista a perpetrar un acto de infidelidad siguiendo los mismos pasos que ocurren en una novela de éste. Ni que decir tiene, Fogwill, que describe disparatadamente a su mujer —en absoluto interesada por la creación artística— como una realpolitiker, no cesa de preguntarse si la infidelidad es un gesto burgués, o por el contrario ayudará a librar a la clase obrera de sus cadenas. Bravo por el argentino.

'Arquetipos e inconsciente colectivo', de Carl Gustav Jung

Hablar de Carl Gustav Jung (1865-1961) es hacerlo de una piedra angular de la teoría psicoanalítica a lo largo de su primera generación. Tal como nos es posible comprobar en la colección de ensayos Arquetipos e inconsciente colectivo, su obra, a la altura de teóricos como Freud y Adler, se ejerce a partir de una prosa esotérica no exenta de matices esteticistas que transcurre por disciplinas intelectuales poco transitadas hoy, a saber, nada menos que la mitología y la hermenéutica, la crítica cultural del Occidente contemporáneo, la filosofía y la historia del cristianismo y la psicología clínica. La presente colección que Paidós reedita en su colección Carl Gustav Jung toma como pretensión esencial la diferencia de los complejos de carga afectiva o inconsciente referidos por Freud, cuya dinámica aparecería manipulada no más que por el propio individuo, de los arquetipos o «contenidos de lo inconsciente colectivo», emparentados de algún modo con los postulados sobre el superyó al que en trabajos posteriores se refiriera el padre del psicoanálisis, una figura, como es bien sabido, que linda entre la consciencia y la inconsciencia.
Nótese en este sentido que aunque discípulo de Freud, Jung construyó su escuela de la psicología clínica alejándose del austriaco, al que ya leyó —como mucho tiempo después sus críticos corroborarían— como un intelectual apresado por sus monolíticas interpretaciones. En palabras del propio autor: «Anticiparé desde ya que mi concepción se diferencia de la teoría psicoanalítica en que sólo adjudico una limitada significación a la madre personal. Con esto quiero decir que todos esos efectos de la madre sobre la psique infantil pintados por la literatura no provienen meramente de la madre personal, sino más bien del arquetipo proyectado sobre la madre, el cual da un fondo mitológico a ésta y le presta de ese modo autoridad y numinosidad.»
Leído en retrospectiva, no deja de resultar Arquetipos e inconsciente colectivo un anticipo a la construcción social de la sexualidad desde el momento en que Jung esboza cómo cada sexo contiene a su contrario (adviértase aquí la idea arquetípica y suprahumana de la syzygia o «coniunctio de lo masculino-femenino»); a partir de entonces, el psicólogo disecciona las formas del anima y animus, con los cuales apela a las expresiones femenina y masculina de sendas psiques masculina y femenina. Mención especial merece, pues, el tercer capítulo —acaso la pieza más pragmática del libro—, dedicado a los aspectos psicológicos del arquetipo de la madre. En él glosa Jung una serie de conductas derivadas del complejo materno en hombres y mujeres, dando lugar al abanico de personajes caracterizados por «la exaltación del eros», «la hipertrofia de lo materno», «la homosexualidad», o «el donjuanismo».

viernes, 26 de junio de 2009

Agustín Fernández Mallo: «La poesía está anclada en modos muy superados por la sociedad»

Avalado por su condición de finalista en el último Premio Anagrama de Ensayo, Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) acaba de sacar al mercado Postpoesía (Hacia un nuevo paradigma); una publicación que habremos de calificar como necesaria, no exenta, eso sí, de valoraciones que estimulan al debate y la controversia, tal como recientemente atendemos en cada uno de los movimientos ejecutados por autores que desde una serie de editoriales emergentes (Berenice o Candaya —de donde Mallo proviene— entre otras), están tomando posiciones centrales en el contexto intelectual y editorial en nuestro país. Ante un panorama como el descrito, quien probablemente sea el más accesible y divulgativo de los escritores pertenecientes a este segmento de la nueva narrativa y ensayística española respondió a algunos de los más acuciantes interrogantes surgidos tras de la lectura de Postpoesía.

La noción del ensayo de Mallo descansa en la voluntad deontológica de denunciar el anquilosamiento del grueso de la poesía española a partir de una caterva bastante identificable de formas, campos semánticos (repásese en el modo automático con que la corporeidad o la naturaleza proceden en la disciplina poética a adquirir cualidad de entes nobiliarios) o referentes, que en nada tienen que ver con el espíritu de la contemporaneidad, caracterizado por la especial relevancia que vendrían a tomar el discurso publicitario o científico. Tal como el autor asevera en el texto: «la interpretación quizá más exacta de lo que entendemos por experiencia estética hoy, es la que da Gadamer al decir que la experiencia de lo bello se caracteriza por darse en una comunidad que consensuadamente disfruta del mismo tipo de objetos que producen en ella similares sensaciones estéticas». Luego la reivindicación de Mallo pasa en primera instancia por el cuestionamiento de qué es aquello digno de ser asumido en un poema.

Sea como fuere, semejante interrogación constituye, a priori, uno de los más manidos métodos de acción a la hora de ampliar el horizonte de expectativas de la comunidad receptora: Duchamp, qué duda cabe, es el ejemplo más relevante al introducir su famoso urinario en el museo. El realismo sucio y toda la narrativa caracterizada por un sustrato de clase obrera —revisada con gran acierto en un reciente artículo de Kiko Amat para el suplemento Cultura/s de La Vanguardia— trabajaron de la misma forma. Igual sucede con el expresionismo abstracto de Pollock, que eleva a lo sublime no la obra de arte sino el procedimiento de construcción de la misma, la narrativa norteamericana de los años 50 y 60, o toda la filosofía pop que procede a soslayar la abstracción conceptual en aras del análisis de las producciones del mercado. Por su parte, Fernández Mallo se defiende: «Hay que aclarar que la sociedad pasa de la poesía no porque la poesía esté muy avanzada, sino por lo contrario, porque se ha quedado anclada en modos y maneras ya muy superados por la propia sociedad o, sencillamente, por la “vida”.»

Asimismo, al amparo del encomiable y acertadamente arriesgado libro de Vicente Luis Mora que lleva por título Singularidades. Ética y poética de la literatura española actual (Bartleby, 2006), Mallo desarrolla el concepto Poesía Ortodoxa —en contraposición a su Poesía Postpoética—, que, aparte de lo ya abordado en el primer párrafo, aparecería identificado por rasgos como la oposición frontal a la sociedad de consumo, un «cosmos predigital» y un «egocentrismo autista», además del prurito de resistencia endogámica («solo gusta a los poetas»), la proyección de una «imagen difícil», el objetivo último de la oralidad o la declamación, o la asociación con la alta cultura, de lo que se deduce que «debe parecer que aburre».

No deja de llamar la atención, pues, la ausencia de referencias a contemporáneos del autor como puedan ser Javier Moreno, Sofía Rhei, Manuel Vilas o Mercedes Cebrián, por citar algunos de los ejemplos más evidentes. A ello responde el autor de Nocilla Dream del siguiente modo: «Dar nombres incluye necesariamente dejar otros. Precisamente el libro está planteado como integración, no como exclusión. Supondría meterse en guerras que únicamente llevan a la endogamia, y al consecuente atraso.» A ello sigue una sugestiva lectura sociológica —vox populi— de cierta maleficencia vigente en los circuitos poéticos: «Date cuenta que con la poesía no se gana ni un euro, lo que equivale a decir que la única recompensa que tiene es el ego, la vanidad. Eso ha sido lo que, sólo en parte, la ha llevado a ser una disciplina socialmente atrasada —los debates que se dan en poesía son hoy impensables en la música o las artes—, y a las más bestias luchas internas y fratricidas. Auténticas “guerras civiles”.» Empero, y a pesar de la intención de evitar esas guerras civiles, lo que el libro en cuestión anuncia es que nuestra contemporaneidad —posmodernidad tardía, siguiendo sus propias palabras en referencia a Nicolas Bourriaud— no tiene «aún su legítimo correlato en la poesía escrita en castellano».

La noción de lo político en ‘Postpoesía’

Dice Carl Schmitt que «la distinción política específica a la que las acciones y los motivos políticos se pueden reducir es sencillamente la distinción entre amigos y enemigos». Mark Lilla explica: «porque todo (moral, religión, economía, arte) puede, en casos extremos, convertirse en un instrumento político, en un encuentro con un enemigo y transformarse en una fuente de conflictos.» La propia portada de Postpoesía advierte ya que lo que sigue es un texto, en el sentido que dicta Schmitt, político, es decir concebido para obligar al lector a situarse entre las dos corrientes descritas: Ortodoxos frente a Postpoetas. Adviértase en este sentido que uno de los más interesantes aspectos que presenta la obra es la invitación a la reflexión por parte del lector inteligente, y no a la adscripción sin matices a una u otra escuela: más bien al posicionamiento en un camino intermedio —siguiendo un proceso de dialéctica hegeliana— entre los extremos del debate; y aunque Mallo defiende en primera instancia la opción de subvertir presupuestos creativos y taxonómicos desde su ensayo, igualmente señala:

—Mi intención era colocar al lector en una tierra de nadie, en un espacio aún sin sembrar ni edificar, fronterizo. Y para ello utilizo en ocasiones tierras vírgenes, y otras ocasiones lo contrario, tierras que ya han sido sobreexplotadas y ahora sólo quedan sus ruinas, su basura, sus residuos, en principio inactivos, que dejan de serlo a través de un nuevo enfoque. Eso rompe con las taxonomías, que, queramos o no, siempre son derivaciones de presupuestos creativos relativamente solidificados. Como cuento y explico en el libro, me interesan los extrarradios de la creación literaria. En ese sentido lo que he intentado es dar a entender por qué en es necesario olvidarse de las taxonomías típicas de la poesía española, la separación por escuelas históricamente enfrentadas, ya se agotan en su endogamia. La Postpoesía no las niega como praxis, sino como categorías, y las asume dentro de un marco mucho más amplio, en el que, por ejemplo, un spot televisivo puede ser un poema, al igual que un fragmento científico, o las instrucciones de tu lavadora, etcétera.

Huelga decir que acuñar un concepto como Postpoesía —cuyas connotaciones refieren un evidente antes/ después de las teorías definidas por el escritor— irrumpe de lleno en una dinámica moderna (acaso perversión de la influencia del discurso publicitario) en la que los ensayistas ansían construir un sello de identidad personal con el cual apelar a un periodo histórico aparentemente novedoso, según podemos observar en la modernidad líquida de Zygmunt Bauman, el capitalismo de ficción de Vicente Verdú, la hipermodernidad de Gilles Lipovetsky, o la posmodernidad tardía de Bourriaud. Así pues, Mallo protege su concepto: «En efecto, todos esos términos que citas no son más que “la contemporaneidad”, pero ninguno hace incidencia directa en la poesía, son términos estrictamente sociológicos o más centrados en la sociología. En este sentido, la postpoesía los maneja, se vale de ellos para elaborar su teoría particular, centrada en la poesía española de hoy. Cierto que hay sobresaturación de términos, pero no de términos que aludan directamente a la poesía. Si fuera a repetir todas esas teorías, no hubiera escrito el libro.»

sábado, 30 de mayo de 2009

El hombre del traje gris, Sloan Wilson

Elevado a la categoría de icono pop durante los años posteriores a la II Guerra Mundial en EEUU, aún hoy cuesta discernir qué clase de artera seducción contiene el libro que dio origen a la expresión ‘Él hombre del traje gris’, longseller que hasta hoy se ha mantenido inamovible en las baldas de las librerías desde su aparición en 1953. Es obvio que Sloan Wilson (1920-2003) consiguió reunir con una prosa que jamás se excederá en virtuosismos —a todas luces desarrollada a partir de la noción de hombre unidimensional como lector implícito de la obra, aunque no por ello el autor limite la dignidad a su público potencial— las miserias de una clase media atormentada por virus psicológicos o la pandemia del superyó, es decir que nada de lo descrito resulta especialmente agradable ni complaciente. Wilson, pues, traduce y parafrasea con excelencia al ciudadano medio las tesis que Freud cinceló en ‘El malestar de la cultura’: Occidente como arquitectura penal elevada en forma de panóptico (Bentham), y habitando la misma, un sujeto neurótico frustrado por los ideales de cultura y el estado de alarma permanente que le son impuestos («Después de cerca de doce años de matrimonio, todavía no se había habituado del todo a la buena fortuna de haberse casado con una mujer tan guapa.»), aquejado también de una falsa nostalgia en la medida que sospecha la posibilidad de volver a ser feliz al suprimir o atenuar el grado de exigencias culturales. 

De este modo nos hallamos en los barrios residenciales de Connecticut, donde la pareja de Wasp que conforman Tom y Betsy Rath se esfuerza de forma más o menos patética en trepar por la escala social; ella como housewife que cuida de sus hijos y la economía doméstica, y que además pretende ser una válvula de ambición lucrativa para su marido; él, convencido de que tras servir a la patria durante la II Gran Guerra merece obtener una recompensa por ello, en su nuevo empleo como publicitario para la United Broadcasting Corporation, a cuya cabeza se encuentra Hopkins, arquetipo de hombre dedicado exclusivamente a la optimización de su prosopon en el espacio público, sin tiempo para pensar en nada que no sean los negocios: «Sobre este hombre circulan toda clase de historias; entre otras solían contar que tenía dos hijos y que durante los veinte últimos años ha estado dos veces en su casa.» No en vano la novela arranca con una escena simbólica de las pretensiones de esa ‘mid-class’ que Wilson disecciona, a saber, la entrevista de trabajo para su nuevo empleo en las oficinas de Hopkins, donde una apabullante hipocresía —pero por todo el mundo reconocida— sale a la luz cuando Tom afirma haberse interesado desde siempre por la salud mental, disciplina sobre la que habrá de redactar discursos. Con todo, es posible que con el paso de las décadas ‘El hombre del traje gris’ haya perdido vigor (la esencia de la cultura pop y sus reacciones así lo precisan); no obstante, pocos documentos sobre las angustias del bienestar en la posguerra americana hay más esclarecedores que éste. 

viernes, 22 de mayo de 2009

Slavoj Zizek, Seis reflexiones marginales. Sobre la violencia

Seis reflexiones marginales, del excelente heredero de Jacques Lacan y revulsivo outsider académico Slavoj Zizek (Liubliana, 1949), debe ser entendido como ensayo ejemplar sobre las lecturas simbólicas y políticas que la violencia presenta en la era de la globalización (de la revuelta en los suburbios franceses en 2005 al conflicto palestino, pasando por el fundamentalismo religioso, el 11-S y los horrores de los totalitarismos fascistas y estalinista), en la medida que el esloveno demuestra de largo su habilidad para escapar a un debate cuya opción más tentadora consiste en arrojarse del lado de unos simplistas pares antitéticos, alimentando así la significación estructuralista de los acontecimientos; por citar un ejemplo, asistimos al poliédrico zigzagueo de un Zizek que, por una parte, recurriendo a El camino de Wigan Pier de George Orwell (y, consciente o no, sumándose a la nómina de sociólogos de la intelligentsia que incluye a Pierre Bayard, Alessandro Baricco o Pierre Bourdieu) apuntala la defensa de unos intereses de clase en la figura del intelectual («El izquierdista académico de hoy que critica el imperialismo cultural capitalista en realidad se horroriza ante la idea de que este campo de estudio pueda desaparecer», afirma); y por otra, ejecuta una paráfrasis de Walter Benjamin sobre la «culturalización de la política»: «Las diferencias políticas, derivadas de la desigualdad política o la explotación económica, son naturalizadas y neutralizadas bajo la forma de diferencias “culturales”, esto es, en los diferentes “modos de vida”, que son algo dado y no puede ser superado.» Ergo, no cabe duda de que en Zizek hay todo lo deontológicamente acertado que pueda exigírsele a un pensador de peso: compromiso con una producción de capital cultural rigorista y sesuda, en contraposición al mero compromiso con un ideario político cuya silueta es perceptible por sus límites (y limitaciones).

SOS Violencia, primera de las seis disertaciones que estructuran el libro, conforma una durísima crítica a la deriva social del capitalismo, recientemente (re)generada a partir del lobby de «comunistas liberales» (George Soros y Bill Gates a la cabeza) y su pretensión por apagar las propuestas de los nuevos movimientos sociales altermundialistas en lo que Zizek apela como la construcción de Porto Davos (simbólica simbiosis entre las dos ciudades más ideologizadas del mundo: Porto Alegre y Davos). El texto de Peter Sloterdijk Zorn un Zeit —crítica al Sein und Zeit de Heidegger— viene a repetir la idea de cómo el liberalismo fagocita cualquier conato de alternativa: «el capitalismo culmina cuando produce fuera de sí mismo su opuesto más radical —y el único provechoso—, totalmente diferente del que la izquierda clásica, atrapada en su miseria, fue siquiera capaz de soñar», de modo que estos emergentes geeks contraculturales sostienen que para ofertar ayuda, antes es necesario producir; acumular; por su parte, y tras una serie de rodeos aventurándose en la psicología del nuevo arquetipo social que en nada tiene que ver con el yuppie de los noventa, Zizek concluye: «Precisamente porque quieren resolver todas las disfunciones secundarias del sistema global, los comunistas liberales son la encarnación de lo que está mal en el sistema como tal.» No obstante, habremos de esperar hasta la referencia a la teoría de la justicia por John Rawls propuesta, para confirmar que la mencionada deriva social no puede devenir edificante habida cuenta del predominio de un superyó en donde las normas establecen que la trampa de la envidia/ resentimiento aprueba el principio del juego de suma cero, e implica que para ganar uno es necesaria la derrota del otro. Kissinger —que causó la muerte de decenas de miles de personas durante el bombardeo de Camboya— como versión occidental del mismísimo Mohammed Atta, o la subordinación femenina a la cirugía plástica a fin de mantenerse visible en el mercado del sexo —impelida siempre por la idea de «libertad para decidir»— como contrapartida al yugo de la mujer en las sociedades islámicas, ilustran los interrogantes abiertos frente al etnocentrismo dominante. Ahora bien, tampoco escapa la dudosa reacción fundamentalista a estas seis reflexiones marginales, dado lo sugestivo de sospechar que la construcción identitaria de los terroristas acaece en ese espejo que en Occidente encuentra: «Si los llamados fundamentalistas de hoy creen realmente que han encontrado su camino hacia la verdad, ¿por qué habían de verse amenazados por los no creyentes, por qué deberían envidiarles? Cuando un budista se encuentra con un hedonista occidental, raramente lo culpará. Solo advertirá con benevolencia que la búsqueda hedonista de la felicidad es una derrota anunciada.»

Zizek es, en cambio (como casi todos los pensadores que desatienden cánones de lecturas e incorporan en sus planteamientos creaciones pluridisciplinares —y así seguirá siendo hasta el hallazgo de nuevas metodologías dispuestas a establecer un cierto orden en el caos general), un pensador solipsista: la determinante multireferencialidad en su(s) ensayo(s) y las idas y venidas multidisciplinares, de la teoría política al psicoanálisis o la crítica cultural —evidentemente, un hándicap que induce a la desorientación del lector—, encuentran un objetivo último y subrepticio en la clasificación de background del propio autor, pues favorece que la recepción atienda al texto con mayor o menor fruición en base a la sincronía que quepa establecerse con las obras recicladas para la exposición de una teoría; gesto que puede percibirse en la profusión de nexos o bisagras con que ensamblar afluentes a la corriente argumental que protagoniza Sobre la violencia.

sábado, 9 de mayo de 2009

Contra el arte y otras imposturas, Chantal Maillard

Chantal Maillard, incuestionable tótem de la poesía española a la que avalan magníficas colecciones como Hilos, regresa a los estudios de Estética y Orientalismo de la mano de ‘Contra el arte y otras imposturas’, un patchwork de artículos y conferencias ahora reunidos y ampliados en tres bloques que apuntan a direcciones tan divergentes como son la globalización y su estética de lo kitsch, la metafísica, el dolor o la interpretación del mundo desde la perspectivia india. Adviértase en primer lugar que la posición en la que la poeta y ensayista decide situarse constituye la asunción de un riesgo y una opción moral personalísima, no siempre todo lo justificada que cabría esperar, pero de cualquier modo sugestiva y enriquecedora por lo esotérico de algunas de sus cuestiones planteadas, algunas de ellas bastante improbables en la ensayística contemporánea. 

Así, Maillard abraza la definición de kitsch formulada por Hermann Broch («connota el engaño de hacer pasar una cosa de poca valía por otra valiosa procurando imitar la primera en la segunda») para acusar el empobrecimiento hacia el que nuestra cultura se arroja: «Es el ‘como sí’ de las culturas empobrecidas y decadentes. Un ‘es-pero-no-es’ que no llega a ser metáfora porque se queda en las aguas residuales del ‘quiero-pero-no-puedo’»; aserto rayano en la falsa nostalgia posmoderna de un espíritu noble —aristócrata, diríase— que anhela un pasado más puro, como si la generalización de ese simulacro (que igualmente podría ser referido bajo el concepto de Narduzzi y Gaggi sociedad de bajo coste) no contuviera en sí un sustrato de socialización de aquellas mercancías hasta hace poco solo eran accesibles a los espectros sociales más ricos. 

Ante este panorama de incomodidad para la autora, crítica con lo que a su modo de ver supone la fagocitación de los ornamentos orientales y su vaciado de significación o contenido por parte de la cultura de la globalización, Maillard aboga por la defensa de los valores que rigen La India, espacio del que nos ofrece una descripción plausible a partir del abrazo a lo que Racionero llamaría Filosofías del Underground, o la dialéctica de reacción en los sistemas de pensamiento opuestos al racionalismo presente en prácticamente toda la Historia de la Filosofía Occidental. La espontaneidad que determina los modos de actuación del país —incluido un tráfico regulado «desde la intuición de cada uno»—, y sobre la cual aboga también en sus reflexiones poéticas, o el enaltecimiento de la feminidad en la ideología de los géneros por Vadani Shiva propuesto («Ella propone que el modelo de género se sustituya por el modelo de la inseparabilidad de los opuestos: purusa-prakti») son defendidos por una autora que pone en cuestionamiento el arquetipo de desarrollo occidental, desafiando los pilares de su dudoso etnocentrismo. 

sábado, 18 de abril de 2009

'Un paseo solitario', de Gul Y. Davis

Tres años después de su irrupción en el mercado editorial, el proyecto que desde Cáceres está llevando a cabo Periférica constituye, sin lugar a dudas, uno de los más seductores y esotéricos fenómenos del panorama literario actual. A saber, promotores de lo que ha venido a conocerse como «edición de bolsillo de lujo», aunque sin excesivas inversiones en aparatos publicitarios (todas las portadas de sus títulos, apenas diferenciadas por la ilustración central, respetan una misma estructura), el catálogo de la editorial ha acogido clásicos europeos incuestionables (de Giovanni Verga a Pérez Galdós pasando por Benjamin Constant o Guy de Maupassant), contemporáneos inclasificables herederos de la mejor prosa experimental del siglo xx, como es el caso de Valérie Mréjen; y, acaso uno de sus más agradables señas de identidad, iconoclastas muy-muy cerebrales: dinamitadores del sistema desde una posición elegante y sesuda, revolucionarios de la narrativa política —aunque a la postre, toda manifestación creativa lo sea—; nada de populismos facilones, en definitiva. Hablamos de autores como Rodolfo E. Fogwill (Help a él), Lionel Tran (Sida mental) o Gul Y. Davis.

Siguiendo la estela del francés Tran, recientemente reseñado en este suplemento, Periférica regresa de nuevo sobre la estética de la Europa más underground. Para el caso que nos corresponde, Gul Y. Davis (1973) constituye una suerte de sosias del autor de Sida mental trasladado a territorio británico, si bien aquí permutamos la banlieue de Lyon por distintas instituciones erigidas como penitenciarias o pseudopenitenciarias —centros de acogida, hospitales y sanatorios—, retrotrayéndonos así al debate foucaultiano sobre la enfermedad mental y sus erradas decodificaciones sociales. Así, Un paseo solitario es el testimonio en primera persona de Wil Shaw, adolescente de dieciocho años que aparece devorado (anulado) por la afección nerviosa; algo que exige a Davis recurrir a ciertas herramientas de largo familiares en la posmodernidad, como puedan ser la deriva estética del discurso violento, siempre impostada desde un registro de asepsia —casi nihilista—; o las variaciones sobre distintos tabús que el psicoanálisis se ha ocupado de catalogar, haciendo especial hincapié en la figura de Edipo o la castración. Dos características (violencia y tabú) que encuentran un particular clímax cuando Wil recuerda cómo de niño, compartiendo un baño con su padre, éste le imparte una lección magistral sobre cómo perpetrar una masturbación; gesto que con posterioridad deviene repulsión hacia el acto sexual. Añádanse entonces otros leitmotivs como la imposibilidad de comunicación, el drama familiar y el amor (adolescente) no correspondido, para obtener un resultado reconocible —sobre todo si son seguidores del comic, digámoslo así, indie en Europa—, pero no por ello menos excitante. Un paseo solitario es, desde luego, una lectura muy recomendable.

jueves, 16 de abril de 2009

Órbita, de Serrano Larraz

Antes de iniciar su partida a Maryland, Ebenezer Cooke (1665-1732), poeta londinense que serviría de inspiración a John Barth para la escritura de ‘El plantador de tabaco’, se lamenta en la obra mencionada ante la sola idea de pensar «un pueblo entero sin nadie que les cante», de modo que lo que Barth discute en este pasaje en donde figura manifiesto el conflicto entre la Vieja Europa y la nueva colonia americana desprovista de tradición cultural, no es sino el desafío añadido que para un autor supone circunscribir su trabajo a escenarios sin precedentes históricos; escenarios más o menos vulgares cuya apelación no suscita ninguna clase de connotación estética: «¡Menuda; es trabajo para un Virgilio!», llega a exclamar Ebenezer Cooke en pleno éxtasis especulativo. Y a decir por el prólogo de Manuel Vilas para la colección de relatos ‘Órbita’, Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977) también aspira a ser investido como Nuevo Virgilio Zaragozano, acaso un rasgo chovinista o localista en esa emergente generación de escritores provenientes de la ciudad baturra de la que Vilas habla. 

He aquí que Serrano Larraz presenta en ‘Órbita’ una confusa macedonia de rasgos seductores y otras tantas incertidumbres, pues aunque ninguna de sus ficciones escapa al frescor de la actualidad y a la voluntad de reivindicar un nicho generacional, igualmente no deja de incomodar al lector la influencia, muchas veces obscena, que sobre él han ejercido Roberto Bolaño y el propio Vilas, quien a ratos también disfruta de homenajear compulsivamente al primero. De hecho, en el relato que abre el libro y da título a éste, Serrano Larraz no se presenta como simple imitador del chileno, sino directamente como falsificador: En “Órbita”, cuento que técnicamente es sobresaliente, el autor abusa incansable del más conocido recurso narrativo del chileno, a saber, las tres hipótesis o la triple posibilidad impostadas desde una voz exagerada y casi siempre con pretensión cómica, es decir, desde la voz del excelente monologuista que Bolaño fue. Por ejemplo: «El editor, asustado por el tono con que Bernardo se había dirigido a él, y asustado también por el tono con que Bernardo se había despedido de él, decidió asistir al encuentro acompañado, o escoltado, por tres conocidos, o por tres amigos, o tal vez por tres empleados de una empresa de seguridad», dice en “Órbita”. 

Continúa el eclipse del autor de ‘2666’ con apelaciones marginales al nazismo, viajes sin explicación aparente y geniales intelectuales que permanecen a la sombra de la vida pública. Serrano Larraz consigue, de hecho, que el lector se pregunte si este cuento constituye una parodia a la ficción bolañesca, si bien todo apunta a un indiscutible empacho de la misma, aunque añadiendo los detalles localistas arriba expuestos y permutando apócrifos aspirantes al Nobel por escritores de manuales de matemáticas para estudiantes de Secundaria (Serrano Larraz, como buena parte de los autores emergentes españoles, proviene de las Ciencias Exactas). Con “Shaman’s Blues” ocurre lo mismo, con la salvedad de que el zaragozano rescata ahora la faceta de conferenciante hiperbólico, histriónico e irreverente —recogida sobre todo en ‘Entre paréntesis’— del chileno.

Por eso mismo Serrano Larraz da lo mejor de sí mismo con aquellas piezas que componen costumbrismos contemporáneos en donde si hay un ingrediente en abundancia, eso es, sin ninguna duda, la humanidad, la cercanía para con el lector. Como el excelente “Zaragoza, a 8 de noviembre de 2002”, epístola al mismísimo Bryce Echenique en torno a la ruptura de una relación entre universitarios por culpa de una beca Erasmus, salpicada por reflexiones evidentes, aunque no por ello menos necesarias, sobre educación sentimental. O “Estrategias del aplauso”, especie de flujo de conciencia en segunda persona sobre el distanciamiento de las amistades conforme llega la madurez. O “Cuerpo y alma”, acontecido «en un restaurante vegetariano que organizaba “despedidas de soltero alternativas”», y donde el retrato generacional vuelve a alcanzar un nivel consistente. Ante un panorama así podemos concluir que Serrano Larraz aporta con ‘Órbita’ una colección verdaderamente entretenida, en donde solo queda un detalle que recriminar al escritor: la falta de ambición y el exiguo deseo de superar a sus influencias. Con un poco de suerte, el zaragozano puede deparar muchas sorpresas aún. 

lunes, 6 de abril de 2009

Las ciudades creativas, de Richard Florida


Algunas ideas buenísimas que el mundo se va a perder, VVAA

Bajo la coordinación y supervisión de Alberto Olmos (Segovia, 1975), Caballo de Troya ha decidido subirse al tren de los recientes ejercicios narrativos estrechamente ligados con el hipertexto, Internet y las nuevas tecnologías. Una tradición que encuentra sus orígenes allá por 1990 con la publicación en Eastgate de ‘Afternoon, a Story’, novela de Michael Joyce —«el Homero del hipertexto», como de él dijera la publicación alemana Der TAZ— fervientemente defendida por Robert Coover; y que para el caso español ha generado ficciones más o menos rupturistas como puedan ser el relato de Jordi Carrión de 2007 que lleva por título ‘Búsquedas’ (apócrifas entradas en Google cuyo objetivo es el trazado de pasadizos entre Andalucía y Cataluña), o esa otra novela inicialmente publicada como entradas para un blog compartido y posteriormente editada con el —acaso petulante— nombre de ‘Hotel Posmoderno’ (2008).


Lo que Olmos propone en ‘Algunas ideas buenísimas que el mundo se va a perder’ pasa por una provocación al concepto de lo literario, pues a diferencia de ‘Hotel Posmoderno’, las entradas de los distintos blogs aquí recogidos no fueron escritas con el objeto inicial de su aparición en papel. En palabras del autor de ‘Tatami’, y siguiendo cierto postulado estético según el cual la literatura deviene expresión perversa de la sentimentalidad en tanto que entronca con unas formas prefiguradas, los blogueros que alimentan las piezas del libro constituyen «un puñado de voces sin excesiva ambición literaria pero, quizá por eso, cargadas de honestidad». Ergo, precisamente por ello, sería errado pretender aplicar una metodología crítica convencional aquí, dado que aquello a lo que nos enfrentamos no es literatura en un sentido estricto (o lo que es igual, sus autores no parten con una voluntad explícita de ser catalogados bajo esta etiqueta), sino más bien cierta conjunción de piezas netamente confesionales, las más de las veces salpicadas de desaliento y rabia típicamente urbanitas: razón suficiente para poner de muy mal humor a quienes decidan decodificar ‘Algunas ideas buenísimas...’ como un signo más de la colonización cibernética (los ratos muertos que ello implica, así como su capacidad para atraer información basura) sobre esa otra cultura condenada a elevar el estado del alma.


Habida cuenta del actual debate reabierto en torno a la ontología de los géneros, sorprende el gesto de la editorial de no presentar el libro como novela fragmentaria, sino solo como novela (sin ninguna otra etiqueta) cuyo argumento descansa en la «existencia en medio del desierto», por lo que en todo caso convendría ser clasificada como «novela conceptual». También hay en ‘Algunas ideas buenísimas...’ auténtico compromiso con la actualidad en esa tentativa de Olmos por convertir en género literario los estados en Twitter, o en prosa los spam de mendicidad electrónica desde supuestos países tercermundistas. De igual modo conviene destacar la profusión de ideas acertadas provenientes de voces anónimas, siempre a través de idiolectos ingeniosos, relajados, cínicos y epigramáticos como eslóganes; a saber: «todos querríamos que nuestras tonterías fueran leídas por una cantidad ingente de desconocidos pero nunca por nuestro círculo cercano» (Supercrisis), o «—¿diferencia entre follar y hacer el amor? Yo, si sudo, es que estoy follando (María G. Abril). Por último, especial interés merecen las voces de los blogueros Supercrisis y Eritrea, quien a través de sus disertaciones sobre el patetismo universitario recuerda sospechosamente —aunque en una versión mucho más ligera (en efecto, menos ambiciosa)—, a aquel brillante Alberto Olmos de ‘A bordo del naufragio’.

lunes, 16 de marzo de 2009

'Temporada de caza para el león negro', de Tryno Maldonado

Temporada de caza para el león negro, del escritor mexicano Tryno Maldonado (Zacatecas, 1977), alcanzó la fase final del XXVI Premio Herralde de Novela y fue celebrada por el jurado del mismo junto a otros dos autores emergentes, Carlos Busqued (Argentina, 1970) y José Morella (España, 1972). Así pues, conviene anunciar en primera instancia que con este breve texto fragmentario en torno a un «enfant terrible del arte» (asunto de ultimísima actualidad: la perversión de su mercado y la influencia desmedida del aparato mediático), Tryno Maldonado logra uno de los desafíos más importantes al que todo novelista de calibre ha de hacer frente, es decir, la empatía para con el lector. Sabemos en este sentido que el protagonista de Temporada de caza, Golo, «daba más la impresión de ser un niño bien con una semana sin bañarse», que el narrador encuentra en la universidad la vía rápida para zafarse de la moral conservadora familiar, que el protagonista es cínico, envidia a sus colegas creativos porque él apenas tiene estudios —«en su vida había leído un libro», se dice—, y jamás salió de su ciudad; todo ello sin dejar de ser nunca un icono de su tiempo. Ergo, lo que el mexicano propone es una lectura a distintos niveles que finalmente solo será cerrada por la Weltanschung elegida por el lector, pues a los ojos de este Golo puede ser: a) expresión del American Dream frente a esos otros niños de papá que lideran el arte contemporáneo; b) (siguiendo con lo anterior) pisotón al superego o código normador del lector virtual que se presume para Temporada de caza... (entiéndase que hoy sigue siendo la literatura un circuito endogámico donde hay cabida para infinidad de universitarios pequeñoburgueses: nada que ver con el espíritu lumpen de Golo); c) poco más que un hype mediático. Un tarado más devastado por las drogas y los excesos del mercado —parábola del consumo, por cierto, como observamos en esa bulimia que le lleva a comer fast food hasta reventar («Vomitaba todo y empezaba de cero»)—; d) todo lo anterior; e) nada de lo anterior.

De igual modo, Golo, pero también el narrador de la novela, parece un personaje desarrollado por algún artero laboratorio publicitario. Prácticamente todos los pasajes de Temporada de caza para el león negro añaden sutilísimas crónicas intrahistóricas del siglo xxi, en una suerte de, llamémoslo así, Costumbrismo Cool. Piénsese en detalles tales como que jamás cambia sus tenis Converse, encuentra ideas para sus proyectos en revistas de tendencias, y su éxito radica en ese personaje que a sí mismo se crea. (Como la historia del Cubo de Ernö Rubik en rojo: cómo llega a convertirse en una de sus más populares obras —sospechamos— tras esa simpática historia en la que decide aplicar una mano de pintura roja por su incapacidad para hallar resolución al problema.) Ahora bien, habida cuenta del riesgo que entraña abrazar un vasto registro de referencias provenientes de la cultura pop, Maldonado queda atrincherado en un área prudencial; apenas dos o tres apelaciones a celebérrimas marcas registradas presentes en nuestro día a día son suficientes para erigir su texto como pieza netamente contemporánea sin por ello condenarlo a la caducidad inmediata.

E insistimos. Rasgo encomiable en Temporada de caza: su clara disposición a los dobles sentidos, que sea el lector quien termine de configurar una hipotética lectura ideológica o cultural de la novela (Maupassant diría: «Los grandes escritores no se han preocupado ni de moral ni de castidad [...] Si un libro contiene una enseñanza, debe ser a pesar de su autor, por la fuerza misma de los hechos que cuenta.»). Demuestra esta idea la huida apresurada del lugar común; el hecho de que Golo no sea exactamente proyección del nihilismo atribuido a los jóvenes contemporáneos (semejante cerebro fundido por la videoconsola del que habla cierto crítico en la ficción), sino que justo en la mitad del libro tiene lugar ese punto de inflexión en el cual abandona el hedonismo desmedido, los ratos muertos frente a la Atari o durmiendo, y el sexo infinito con el narrador, y se afana en su trabajo desesperadamente, sin tiempo para cambiarse de ropa o bañarse. Como si a la inversa quisiera atravesar la biografía de Rimbaud o Bartleby. Todo un acierto, pues, la estrategia del autor, que nos invita a leer Temporada de caza como un documento visceralmente atractivo, y que ya en la relectura asombra por la meticulosidad con que Maldonado experimenta, seduce y dialoga con el espectador. No se lo pierdan. 

domingo, 8 de marzo de 2009

La historia comienza, de Amos Oz

Qué duda cabe, la lógica cultural de nuestro tiempo amonesta circunlocuciones. Tal como podemos comprobar en la publicidad o cualquier otro tipo de producción audiovisual, el formato breve, los ritmos desenfrenados, salvajes, y la violencia constituyen estándares de acción con que seducir al espectador. Es en este sentido donde el ensayo de Amos Oz (Jerusalén, 1939) que lleva por título La historia comienza aborda una temática de interés irresistible, a saber, cómo tótemes de las distancias cortas estructuran sus piezas narrativas desde la primera palabra con el fin de suscitar una erección en los nervios del lector: provocar un incendio en sus posaderas hasta hacerle saltar de su butaca. Eso es. 

Hay en La historia comienza una extraña bipolaridad metodológica, pues si bien Oz desestima tanto en la introducción como en la conclusión los modos de hacer propios de la Universidad (el autor levanta la mano en gesto provocador y dice «no» a la estética de la hipercita, a la nota a pie y, en definitiva, a toda erudición inflacionaria), por otro lado parece difícil saber si de verdad el escritor israelí alcanza ese objetivo suyo de no «castrar el placer de la lectura», en la medida que Oz está cerca de rodear con sus manos y asfixiar el gaznate de los referentes a los que apela, como si la literatura fuese pura ciencia, y no cupiera espacio alguno para la intuición. Piénsese en Chèjov, por ejemplo, incapaz de encontrar exégesis razonables para lo que hoy es ya piedra angular en la teoría del relato: «En los cuentos cortos es mejor no decir lo suficiente que decir demasiado porque, porque... no sé por qué.» Por esta misma razón, o sea, por el hecho de que el autor de La historia comienza resulte a ratos racionalista redomado, llama la atención su tentativa de apagar las lecturas de la nariz en el cuento de Gógol como «parábola de la sociedad de la Rusia zarista» o representante de «la condición humana» (como ese Steiner apelando a la cábala judía para entender Kafka). Por supuesto, he aquí un debate teórico sin salida de emergencia posible: acotar límites a la recepción (hiper)parabólica. 

La historia comienza queda en esencia proyectada a quien a posteriori haya leído las obras abordadas, entre otros motivos, porque Oz incluye excesivas descripciones en registro forense de la trama que acontece; una herramienta ensayística que, ya se sabe, a menudo invita a sestear. Autores célebres en el imaginario del lector globalizado, canónico, occidental como Theodor Fontane, Gógol, Kafka, García Márquez o Raymond Carver aparecen entreverados con estandartes locales (para nosotros, acaso no más que rarezas impronunciables), algunos de los mismos no traducidos aún al español, como Shai Agnón, Smilansky Yizhar o Yaakov Shabtai. Y luego dicen que el mundo es un pañuelo. 

domingo, 22 de febrero de 2009

19 pulgadas, de Patricia Rodríguez

19 pulgadas es una novela escrita con muy buenas intenciones y ningún talento. Ninguno, no lo hay. Sabemos que uno de los desafíos para la narrativa en los albores de este siglo xxi descansa sobre la influencia interdiscursiva y la importancia de la traducción del efecto entre disciplinas creativas, de modo que ningún reparo opondremos cuando Patricia Rodríguez (Valladolid, 1975), quien ha escrito para publicaciones in como El País de las tentaciones o Vanidad, apela a la moda y se inspira en ese Londres al que el resto del planeta atiende para imitar tendencias. Porque hemos leído agradecidos la narrativa afterpop de Agustín Fernández Mallo, sabemos también que entraña un compromiso loable escribir siguiendo los ritmos afentamínimos impuestos por ese mismo mercado obsesionado en fabricar productos de consumo ágil, ya que el autor se condena a ofrecer piezas que abrazan su tiempo prescindiendo de profilaxis, a la vez que se condenan al olvido inmediato; ergo, tampoco aquí estriba nuestro problema con la autora. Por último, sabemos que desde la aparición de la magnífica A bordo del naufragio, finalista del Herralde cuando Alberto Olmos era todavía imberbe, la ficción sobre adolescentes exige de un poso diferenciador para con las ya atávicas formas del realismo sucio o la escena beat, y aquí es donde empieza la cosa a ponerse seria para Patricia Rodríguez. 

Considérese entonces que una novela dispuesta a retratar el exacerbado nihilismo de la juventud contemporánea, dedicada ex profeso a cultivar el hedonismo (otra vez más, el fraude de los hijos de la recuperación económica), debe ser multada, penalizada y tal vez retirada del mercado al insertar tópicos del tipo «hábil para las técnicas de negociación agresiva a nivel internacional» (para describir al padre de uno de los personajes), o sentencias de auténtico aprendiz, imperdonables, como «esas cosas que no se perciben mediante la evidencia reconfortante de lo tangible». Es probable que Patricia Rodríguez crea estar aproximándose a un subsuelo social inédito hasta ella cuando perpetua patéticas descripciones de la talla de «niñata blanca, indecisa y calientapollas», si bien lo único que aquí sacamos en claro es la necesidad urgente que la autora tiene de acudir a un taller de escritura. Resuciten a un neoclásico y les dirá que 19 pulgadas está atestada de defectos de estilo, único pero magnánimo handicap de esta novela. Luego, si como dice Bloom, es poco higiénico para el intelecto reseñar libros malos, mejor será que quien suscribe corra a darse una ducha. 

domingo, 15 de febrero de 2009

La soledad de los ventrílocuos, de Matías Candeira

Absténgase de leer La soledad de los ventrílocuos si creen que la juventud del autor —nuevo fichaje que pasa a engrosas la reducidísima nómina de narradores nacidos a mitad de la década de los ochenta— hará de su ficción un icono de la Generación Y, pues nos enfrentamos a un raro caso de prosa atemporal, difícilmente asociable al suculento hervidero de subculturas urbanas presentes en dicha contemporaneidad, si bien salvada por un escaparatista notable, un acertado conocedor de los ritmos, un artesano sabedor del uso de la corrección en las distancias narrativas cortas, un esteta, un buen productor de diálogos, tanto como de primeras frases brillantes, y un enamorado de ese reto literario que constituye salvar el disparate. Les presento, damas y caballeros, a Matías Candeira (Madrid, 1984). 

Destacan en esta colección de relatos piezas como “Al final de Sara”, al hilo de un agujero del tamaño de una pelota de golf que se sitúa junto al ombligo de la protagonista, siempre dispuesto a cantar boleros cada vez que su relación con Juan empiece a declinar. Cubierto por esa delgada capa de humor —aún en estado larvario o germinal— que caracteriza buena parte de las narraciones, “Al final de Sara” ha de ser interpretado como una suerte de justificación bromista a la ausencia de comunicación en las relaciones maritales o pseudomaritales (tal como vendría a avalar la cita de Jung que anticipa el cuento) en una trama que avanza como un brainstorming en series de dibujos para adultos, esto es, a partir de la adición de sucesos imposibles. De igual modo es en las piezas más breves donde Candeira saca a relucir lo mejor de su talento. Como “En algún lugar de la calle V”, instantánea capital que recoge la inclinación del autor hacia cierta escenografía neorromántica y fantasmagórica, “Todas las posibilidades”, otra de las peculiarmente ágiles ficciones que alcanza de manera pulcra el efecto claustrofóbico originalmente planteado, o el divertido “Jugar”. 

De Candeira podemos recriminar un imaginario aún en estado cartilaginoso —tendente a lo ingenuo, a ratos—, avalado por personajes de la cotidianeidad y un baúl de simpáticos instrumentos (difuntas neveras, cabezas reducidas, las medias de la reina...) que tratarán siempre de dar colorido a la acción (sorprende el hecho de que en cuatro de los catorce relatos las flores jueguen un papel distintivo, como si el narrador fuese diseminándolas a modo de especias culinarias), aparte de un uso del lenguaje no siempre preciso o todo lo expresivo que cabría exigir («preso de ese temblor innominado que dan los domingos», «más excitado que un relojero ante un encargo difícil»). Lo que no podemos dejar de prever es que tras este fogueo con las estructuras clasicistas, Candeira se nos aparece como un novel al que seguir con lupa. Empiecen por aquí. 

domingo, 8 de febrero de 2009

Rompepistas, de Kiko Amat

Siguiendo la estela de la exitosa Cosas que hacen Bum, Kiko Amat (Sant Boi, 1971) parte esta vez del flash-back que su protagonista Rompepistas sufre de vuelta a los orígenes, para seguir cavando un nicho literario en esa tentativa suya de agotar la adolescencia de barrio/ pueblo. La misma, diremos, que da tumbos por esa institución ultraconservadora llamada Educación Secundaria: aquí no hay espacio para ningún tipo de adhesión estética que no sea totalitarista —o se es un estrafalario punk, o «jugador de Deporte» (un «Cuello»), pero jamás, jamás, neutral o misceláneo—, tal como ordena la desesperada carrera juvenil por hacerse con un avatar que sobresalga entre la multitud. 

Amat parece sabérselas todas, y en su voluntad por imprimir un sello corporativista encuentra una palabra en torno a la cual gravita el estado de ánimo que define a sus personajes. Me estoy refiriendo a «paYaso», repetida hasta la suma repugnancia. El narrador explica: «Dice la Y mucho más alto, subiéndose encima de ella, alargando el sonido, golpeando la Y, escupiendo la letra, como siempre hacemos todos cuando decimos paYaso, que es el mejor insulto del mundo». Si lo que Amat perseguía era simular la irrepetible arrogancia/ hostilidad juvenil, sin duda alguna su mérito es largo. 

Ni que decir tiene, una novela como Rompepistas no exige blindarse de ningún ostentoso barniz verbal, lo cual no nos acredita para pasar por alto esos otros aciertos que provienen de la carga expresiva concentrada en sus comparativas («manos de guante de béisbol», «la cabeza echada hacia atrás como si fuese un muñeco de Caramelo Pez», «bailar sacudiéndote como si tuvieses cangrejos de río aferrados a tus bolas»...), tanto como del destacable prurito de erigir un museo ochentero (de los horrores, diríase a estas alturas), que se observa en el reparto de fetiches a lo largo de sus páginas, tipo muñecos Click, Burmar Flax, Seat 850, Xibeca o pipas Churrucas; aparte de las referencias musicales (el autor desempeña también una intensa tarea como periodista en este ámbito). 

Amat vuelve a hablarnos de pagar el pato con la inexperiencia del primer amor, y narra con acierto simpáticos gags de pusilánimes ligones que se cuelan en los pogos de un concierto, o de pícaros que aguardan en la cola del INEM a que no les den trabajo. Solo un pero, pues, y es que si tenemos en cuenta las limitaciones que el tema implica, habría sido igualmente válido su efecto al reducir notablemente el texto en su extensión. Bien por Amat, en todo caso.