martes, 20 de enero de 2009

Sexografías, de Gabriela Wiener

Si Sexografías fuera un libro de ficción tendría nota de sobresaliente; como de lo que se trata es de una recopilación de crónicas periodísticas, uno no tiene más remedio que conceder a la autora una matrícula de honor, la corona de laurel, mi humildísmo Pulitzer, las llaves del coche y las de la casa, aquello por lo que ustedes más aprecio manifiesten, el Nobel y el Cervantes en la disciplina de periodismo gonzo underground 2009. Porque, ¿cómo lo hace Gabriela Wiener para encontrar historias de, ejem, vamos a suponer que sí, que de lo que hablamos es de amor, entre expresidiarios y transexuales que emigran de Perú a la Ciudad de las Luces? ¿De dónde saca esas ráfagas de inteligencia emocional para colarse en la casa del, si me lo permiten, con todos los matices que quieran endosar, sabio polígamo Badani, y sus seis esposas, o bien en el temible penal de Lurigancho, en donde aplicar la semiótica del tattoo a los singulares presos? ¿A qué Dios se encomienda La Wiener para hacer un trabajo tan, tan bueno? 

Roberto Bolaño, otro sabio como Badani, dijo en una de sus implacables entrevistas que la gente, al hablar de sexo, cae del lado de la imbecilidad, que regresa sobre el viejo lema del carlismo, ya saben, «Dios, Patria y Rey». De modo que uno entiende a La Wiener como un púlpito de conocimiento, pero ojo, no un conocimiento de bla, bla, bla, de predicar sin el ejemplo, sino un conocimiento que pasa por inmiscuirse en un local de intercambio con la pareja de la autora, o por asumir la donación de óvulos como medio legítimo para financiar una cuota de su máster. Lo suyo es pura devoción. Como que nada sería igual sin el prólogo que firma Javier Calvo, y que arranca con un conmovedor: «Soy un hombre de la Vieja Escuela. Devoto del matrimonio y la familia, aficionado al fútbol y a los bares»: Imposible mejorar la metáfora post-feminista a lo que viene después. Y por cierto, ¿les he dicho que Nacho Vidal protagoniza un par de escenas del libro? Adivinen, adivinen, y luego compruébenlo con su propio ejemplar. Estamos ante una lectura de sí o sí.

domingo, 4 de enero de 2009

Sida Mental, de Lionel Tran

Con la traducción del francés de Lionel Tran y Valérie Mréjen está consolidando Periférica una labor editorial que merece ser seguida a muy pocos pasos de distancia. Crecidos ya en la etapa post-sesentayochista, Tran y Mréjen despliegan rarísimos y exquisitos retratos generacionales, solo aptos para los no iniciados. A ambos les une también el haber sabido heredar de Perec su exhaustividad descriptiva hasta la náusea, aparte de un intimismo que acaricia —cuando no estruja— las vísceras del lector. Para el caso que nos corresponde, podemos ubicar esta prosa de Tran (Lyon, 1971) como pieza complementaria a un díptico en donde también figurase el argelino, editado en Anagrama, Y.B., pues tanto Sida Mental como Alá Superstar constituyen dos excelentes novelas para entender el conflicto en la banlieue francesa, y, por extensión, de todo el extrarradio europeo. De este modo, mientras la ficción de Y.B. acontece las más de las veces en la calle, con un acidísimo sentido del humor del cual nadie escapa, y con un ritmo narrativo pensado para hacer estallar más de un marcapasos; Lionel Tran se recluye a una vida familiar más bien desequilibrada, yendo y viniendo de la infancia a la adolescencia de un muchacho que llora a solas en su cuarto, «envidiando la vida de los otros». Y es que como ya advirtiera Baudrillard en su célebre artículo Nique ta mère, sobre los disturbios franceses en 2005, Occidente se mantiene gracias al deseo de los otros por acceder a su cultura.

Sida Mental brilla por varias razones. Por ejemplo, la simulación perfecta de la topografía periférica, con una acción que transcurre entre «el centro comercial, inmenso y llano», parkings vacíos, la «maraña de neones», «palés abandonados», «la hierba seca y quebradiza de las viviendas de protección oficial», una gasolinera abierta veinticuatro horas, «un campo de fútbol lleno de barro», «Auchan», «Ikea»… Como el modo en que el narrador aprehende la sexualidad infantil, no solo al margen de las convenciones políticas, ingenuamente torpes (a los nueve años llegarían a las manos del protagonista las primera revistas pornográficas en los servicios de la escuela; a los diez, situaciones de pudor y tensión sexual), sino también sabiendo poner sobre la mesa las contradicciones de una cultura para la que, como dijera el antropólogo Gayle Rubin, el sexo «siempre es culpable hasta que se demuestre lo contrario». Prueba de ello es ese angst católico para el cual el protagonista ha sido educado, y que emerge después de unas experiencias estrambóticas y personalísimas —pornográficas, dirá algún que otro desaprensivo—. Paralelamente a la pulsión del sexo destaca la desintegración como hervidero de incontrolable ira: del acoso escolar a espeluznantes brotes de violencia extrema a partir de escenas tan nimias como es la disección de una mosca, y otras que laten sobre un poso de extraña inocencia como es ese niño de nueve años que dispara a diestro y siniestro con una escopeta, con la “mala suerte” de tener sus objetivos demasiado lejos. Podríamos hablar interminablemente sobre las bondades de Sida Mental, pero en ese caso, afable lector, estaríamos robándole su tiempo: ¿A qué está esperando entonces para saber hacia dónde se dirige Europa?, ¿eh?