lunes, 16 de marzo de 2009

'Temporada de caza para el león negro', de Tryno Maldonado

Temporada de caza para el león negro, del escritor mexicano Tryno Maldonado (Zacatecas, 1977), alcanzó la fase final del XXVI Premio Herralde de Novela y fue celebrada por el jurado del mismo junto a otros dos autores emergentes, Carlos Busqued (Argentina, 1970) y José Morella (España, 1972). Así pues, conviene anunciar en primera instancia que con este breve texto fragmentario en torno a un «enfant terrible del arte» (asunto de ultimísima actualidad: la perversión de su mercado y la influencia desmedida del aparato mediático), Tryno Maldonado logra uno de los desafíos más importantes al que todo novelista de calibre ha de hacer frente, es decir, la empatía para con el lector. Sabemos en este sentido que el protagonista de Temporada de caza, Golo, «daba más la impresión de ser un niño bien con una semana sin bañarse», que el narrador encuentra en la universidad la vía rápida para zafarse de la moral conservadora familiar, que el protagonista es cínico, envidia a sus colegas creativos porque él apenas tiene estudios —«en su vida había leído un libro», se dice—, y jamás salió de su ciudad; todo ello sin dejar de ser nunca un icono de su tiempo. Ergo, lo que el mexicano propone es una lectura a distintos niveles que finalmente solo será cerrada por la Weltanschung elegida por el lector, pues a los ojos de este Golo puede ser: a) expresión del American Dream frente a esos otros niños de papá que lideran el arte contemporáneo; b) (siguiendo con lo anterior) pisotón al superego o código normador del lector virtual que se presume para Temporada de caza... (entiéndase que hoy sigue siendo la literatura un circuito endogámico donde hay cabida para infinidad de universitarios pequeñoburgueses: nada que ver con el espíritu lumpen de Golo); c) poco más que un hype mediático. Un tarado más devastado por las drogas y los excesos del mercado —parábola del consumo, por cierto, como observamos en esa bulimia que le lleva a comer fast food hasta reventar («Vomitaba todo y empezaba de cero»)—; d) todo lo anterior; e) nada de lo anterior.

De igual modo, Golo, pero también el narrador de la novela, parece un personaje desarrollado por algún artero laboratorio publicitario. Prácticamente todos los pasajes de Temporada de caza para el león negro añaden sutilísimas crónicas intrahistóricas del siglo xxi, en una suerte de, llamémoslo así, Costumbrismo Cool. Piénsese en detalles tales como que jamás cambia sus tenis Converse, encuentra ideas para sus proyectos en revistas de tendencias, y su éxito radica en ese personaje que a sí mismo se crea. (Como la historia del Cubo de Ernö Rubik en rojo: cómo llega a convertirse en una de sus más populares obras —sospechamos— tras esa simpática historia en la que decide aplicar una mano de pintura roja por su incapacidad para hallar resolución al problema.) Ahora bien, habida cuenta del riesgo que entraña abrazar un vasto registro de referencias provenientes de la cultura pop, Maldonado queda atrincherado en un área prudencial; apenas dos o tres apelaciones a celebérrimas marcas registradas presentes en nuestro día a día son suficientes para erigir su texto como pieza netamente contemporánea sin por ello condenarlo a la caducidad inmediata.

E insistimos. Rasgo encomiable en Temporada de caza: su clara disposición a los dobles sentidos, que sea el lector quien termine de configurar una hipotética lectura ideológica o cultural de la novela (Maupassant diría: «Los grandes escritores no se han preocupado ni de moral ni de castidad [...] Si un libro contiene una enseñanza, debe ser a pesar de su autor, por la fuerza misma de los hechos que cuenta.»). Demuestra esta idea la huida apresurada del lugar común; el hecho de que Golo no sea exactamente proyección del nihilismo atribuido a los jóvenes contemporáneos (semejante cerebro fundido por la videoconsola del que habla cierto crítico en la ficción), sino que justo en la mitad del libro tiene lugar ese punto de inflexión en el cual abandona el hedonismo desmedido, los ratos muertos frente a la Atari o durmiendo, y el sexo infinito con el narrador, y se afana en su trabajo desesperadamente, sin tiempo para cambiarse de ropa o bañarse. Como si a la inversa quisiera atravesar la biografía de Rimbaud o Bartleby. Todo un acierto, pues, la estrategia del autor, que nos invita a leer Temporada de caza como un documento visceralmente atractivo, y que ya en la relectura asombra por la meticulosidad con que Maldonado experimenta, seduce y dialoga con el espectador. No se lo pierdan. 

domingo, 8 de marzo de 2009

La historia comienza, de Amos Oz

Qué duda cabe, la lógica cultural de nuestro tiempo amonesta circunlocuciones. Tal como podemos comprobar en la publicidad o cualquier otro tipo de producción audiovisual, el formato breve, los ritmos desenfrenados, salvajes, y la violencia constituyen estándares de acción con que seducir al espectador. Es en este sentido donde el ensayo de Amos Oz (Jerusalén, 1939) que lleva por título La historia comienza aborda una temática de interés irresistible, a saber, cómo tótemes de las distancias cortas estructuran sus piezas narrativas desde la primera palabra con el fin de suscitar una erección en los nervios del lector: provocar un incendio en sus posaderas hasta hacerle saltar de su butaca. Eso es. 

Hay en La historia comienza una extraña bipolaridad metodológica, pues si bien Oz desestima tanto en la introducción como en la conclusión los modos de hacer propios de la Universidad (el autor levanta la mano en gesto provocador y dice «no» a la estética de la hipercita, a la nota a pie y, en definitiva, a toda erudición inflacionaria), por otro lado parece difícil saber si de verdad el escritor israelí alcanza ese objetivo suyo de no «castrar el placer de la lectura», en la medida que Oz está cerca de rodear con sus manos y asfixiar el gaznate de los referentes a los que apela, como si la literatura fuese pura ciencia, y no cupiera espacio alguno para la intuición. Piénsese en Chèjov, por ejemplo, incapaz de encontrar exégesis razonables para lo que hoy es ya piedra angular en la teoría del relato: «En los cuentos cortos es mejor no decir lo suficiente que decir demasiado porque, porque... no sé por qué.» Por esta misma razón, o sea, por el hecho de que el autor de La historia comienza resulte a ratos racionalista redomado, llama la atención su tentativa de apagar las lecturas de la nariz en el cuento de Gógol como «parábola de la sociedad de la Rusia zarista» o representante de «la condición humana» (como ese Steiner apelando a la cábala judía para entender Kafka). Por supuesto, he aquí un debate teórico sin salida de emergencia posible: acotar límites a la recepción (hiper)parabólica. 

La historia comienza queda en esencia proyectada a quien a posteriori haya leído las obras abordadas, entre otros motivos, porque Oz incluye excesivas descripciones en registro forense de la trama que acontece; una herramienta ensayística que, ya se sabe, a menudo invita a sestear. Autores célebres en el imaginario del lector globalizado, canónico, occidental como Theodor Fontane, Gógol, Kafka, García Márquez o Raymond Carver aparecen entreverados con estandartes locales (para nosotros, acaso no más que rarezas impronunciables), algunos de los mismos no traducidos aún al español, como Shai Agnón, Smilansky Yizhar o Yaakov Shabtai. Y luego dicen que el mundo es un pañuelo.