sábado, 25 de julio de 2009
'Un guión para Artkino', de Fogwill
'Arquetipos e inconsciente colectivo', de Carl Gustav Jung
viernes, 26 de junio de 2009
Agustín Fernández Mallo: «La poesía está anclada en modos muy superados por la sociedad»
Avalado por su condición de finalista en el último Premio Anagrama de Ensayo, Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) acaba de sacar al mercado Postpoesía (Hacia un nuevo paradigma); una publicación que habremos de calificar como necesaria, no exenta, eso sí, de valoraciones que estimulan al debate y la controversia, tal como recientemente atendemos en cada uno de los movimientos ejecutados por autores que desde una serie de editoriales emergentes (Berenice o Candaya —de donde Mallo proviene— entre otras), están tomando posiciones centrales en el contexto intelectual y editorial en nuestro país. Ante un panorama como el descrito, quien probablemente sea el más accesible y divulgativo de los escritores pertenecientes a este segmento de la nueva narrativa y ensayística española respondió a algunos de los más acuciantes interrogantes surgidos tras de la lectura de Postpoesía.
La noción del ensayo de Mallo descansa en la voluntad deontológica de denunciar el anquilosamiento del grueso de la poesía española a partir de una caterva bastante identificable de formas, campos semánticos (repásese en el modo automático con que la corporeidad o la naturaleza proceden en la disciplina poética a adquirir cualidad de entes nobiliarios) o referentes, que en nada tienen que ver con el espíritu de la contemporaneidad, caracterizado por la especial relevancia que vendrían a tomar el discurso publicitario o científico. Tal como el autor asevera en el texto: «la interpretación quizá más exacta de lo que entendemos por experiencia estética hoy, es la que da Gadamer al decir que la experiencia de lo bello se caracteriza por darse en una comunidad que consensuadamente disfruta del mismo tipo de objetos que producen en ella similares sensaciones estéticas». Luego la reivindicación de Mallo pasa en primera instancia por el cuestionamiento de qué es aquello digno de ser asumido en un poema.
Sea como fuere, semejante interrogación constituye, a priori, uno de los más manidos métodos de acción a la hora de ampliar el horizonte de expectativas de la comunidad receptora: Duchamp, qué duda cabe, es el ejemplo más relevante al introducir su famoso urinario en el museo. El realismo sucio y toda la narrativa caracterizada por un sustrato de clase obrera —revisada con gran acierto en un reciente artículo de Kiko Amat para el suplemento Cultura/s de La Vanguardia— trabajaron de la misma forma. Igual sucede con el expresionismo abstracto de Pollock, que eleva a lo sublime no la obra de arte sino el procedimiento de construcción de la misma, la narrativa norteamericana de los años 50 y 60, o toda la filosofía pop que procede a soslayar la abstracción conceptual en aras del análisis de las producciones del mercado. Por su parte, Fernández Mallo se defiende: «Hay que aclarar que la sociedad pasa de la poesía no porque la poesía esté muy avanzada, sino por lo contrario, porque se ha quedado anclada en modos y maneras ya muy superados por la propia sociedad o, sencillamente, por la “vida”.»
Asimismo, al amparo del encomiable y acertadamente arriesgado libro de Vicente Luis Mora que lleva por título Singularidades. Ética y poética de la literatura española actual (Bartleby, 2006), Mallo desarrolla el concepto Poesía Ortodoxa —en contraposición a su Poesía Postpoética—, que, aparte de lo ya abordado en el primer párrafo, aparecería identificado por rasgos como la oposición frontal a la sociedad de consumo, un «cosmos predigital» y un «egocentrismo autista», además del prurito de resistencia endogámica («solo gusta a los poetas»), la proyección de una «imagen difícil», el objetivo último de la oralidad o la declamación, o la asociación con la alta cultura, de lo que se deduce que «debe parecer que aburre».
No deja de llamar la atención, pues, la ausencia de referencias a contemporáneos del autor como puedan ser Javier Moreno, Sofía Rhei, Manuel Vilas o Mercedes Cebrián, por citar algunos de los ejemplos más evidentes. A ello responde el autor de Nocilla Dream del siguiente modo: «Dar nombres incluye necesariamente dejar otros. Precisamente el libro está planteado como integración, no como exclusión. Supondría meterse en guerras que únicamente llevan a la endogamia, y al consecuente atraso.» A ello sigue una sugestiva lectura sociológica —vox populi— de cierta maleficencia vigente en los circuitos poéticos: «Date cuenta que con la poesía no se gana ni un euro, lo que equivale a decir que la única recompensa que tiene es el ego, la vanidad. Eso ha sido lo que, sólo en parte, la ha llevado a ser una disciplina socialmente atrasada —los debates que se dan en poesía son hoy impensables en la música o las artes—, y a las más bestias luchas internas y fratricidas. Auténticas “guerras civiles”.» Empero, y a pesar de la intención de evitar esas guerras civiles, lo que el libro en cuestión anuncia es que nuestra contemporaneidad —posmodernidad tardía, siguiendo sus propias palabras en referencia a Nicolas Bourriaud— no tiene «aún su legítimo correlato en la poesía escrita en castellano».
La noción de lo político en ‘Postpoesía’
Dice Carl Schmitt que «la distinción política específica a la que las acciones y los motivos políticos se pueden reducir es sencillamente la distinción entre amigos y enemigos». Mark Lilla explica: «porque todo (moral, religión, economía, arte) puede, en casos extremos, convertirse en un instrumento político, en un encuentro con un enemigo y transformarse en una fuente de conflictos.» La propia portada de Postpoesía advierte ya que lo que sigue es un texto, en el sentido que dicta Schmitt, político, es decir concebido para obligar al lector a situarse entre las dos corrientes descritas: Ortodoxos frente a Postpoetas. Adviértase en este sentido que uno de los más interesantes aspectos que presenta la obra es la invitación a la reflexión por parte del lector inteligente, y no a la adscripción sin matices a una u otra escuela: más bien al posicionamiento en un camino intermedio —siguiendo un proceso de dialéctica hegeliana— entre los extremos del debate; y aunque Mallo defiende en primera instancia la opción de subvertir presupuestos creativos y taxonómicos desde su ensayo, igualmente señala:
—Mi intención era colocar al lector en una tierra de nadie, en un espacio aún sin sembrar ni edificar, fronterizo. Y para ello utilizo en ocasiones tierras vírgenes, y otras ocasiones lo contrario, tierras que ya han sido sobreexplotadas y ahora sólo quedan sus ruinas, su basura, sus residuos, en principio inactivos, que dejan de serlo a través de un nuevo enfoque. Eso rompe con las taxonomías, que, queramos o no, siempre son derivaciones de presupuestos creativos relativamente solidificados. Como cuento y explico en el libro, me interesan los extrarradios de la creación literaria. En ese sentido lo que he intentado es dar a entender por qué en es necesario olvidarse de las taxonomías típicas de la poesía española, la separación por escuelas históricamente enfrentadas, ya se agotan en su endogamia. La Postpoesía no las niega como praxis, sino como categorías, y las asume dentro de un marco mucho más amplio, en el que, por ejemplo, un spot televisivo puede ser un poema, al igual que un fragmento científico, o las instrucciones de tu lavadora, etcétera.
Huelga decir que acuñar un concepto como Postpoesía —cuyas connotaciones refieren un evidente antes/ después de las teorías definidas por el escritor— irrumpe de lleno en una dinámica moderna (acaso perversión de la influencia del discurso publicitario) en la que los ensayistas ansían construir un sello de identidad personal con el cual apelar a un periodo histórico aparentemente novedoso, según podemos observar en la modernidad líquida de Zygmunt Bauman, el capitalismo de ficción de Vicente Verdú, la hipermodernidad de Gilles Lipovetsky, o la posmodernidad tardía de Bourriaud. Así pues, Mallo protege su concepto: «En efecto, todos esos términos que citas no son más que “la contemporaneidad”, pero ninguno hace incidencia directa en la poesía, son términos estrictamente sociológicos o más centrados en la sociología. En este sentido, la postpoesía los maneja, se vale de ellos para elaborar su teoría particular, centrada en la poesía española de hoy. Cierto que hay sobresaturación de términos, pero no de términos que aludan directamente a la poesía. Si fuera a repetir todas esas teorías, no hubiera escrito el libro.»
sábado, 30 de mayo de 2009
El hombre del traje gris, Sloan Wilson
Elevado a la categoría de icono pop durante los años posteriores a la II Guerra Mundial en EEUU, aún hoy cuesta discernir qué clase de artera seducción contiene el libro que dio origen a la expresión ‘Él hombre del traje gris’, longseller que hasta hoy se ha mantenido inamovible en las baldas de las librerías desde su aparición en 1953. Es obvio que Sloan Wilson (1920-2003) consiguió reunir con una prosa que jamás se excederá en virtuosismos —a todas luces desarrollada a partir de la noción de hombre unidimensional como lector implícito de la obra, aunque no por ello el autor limite la dignidad a su público potencial— las miserias de una clase media atormentada por virus psicológicos o la pandemia del superyó, es decir que nada de lo descrito resulta especialmente agradable ni complaciente. Wilson, pues, traduce y parafrasea con excelencia al ciudadano medio las tesis que Freud cinceló en ‘El malestar de la cultura’: Occidente como arquitectura penal elevada en forma de panóptico (Bentham), y habitando la misma, un sujeto neurótico frustrado por los ideales de cultura y el estado de alarma permanente que le son impuestos («Después de cerca de doce años de matrimonio, todavía no se había habituado del todo a la buena fortuna de haberse casado con una mujer tan guapa.»), aquejado también de una falsa nostalgia en la medida que sospecha la posibilidad de volver a ser feliz al suprimir o atenuar el grado de exigencias culturales.
De este modo nos hallamos en los barrios residenciales de Connecticut, donde la pareja de Wasp que conforman Tom y Betsy Rath se esfuerza de forma más o menos patética en trepar por la escala social; ella como housewife que cuida de sus hijos y la economía doméstica, y que además pretende ser una válvula de ambición lucrativa para su marido; él, convencido de que tras servir a la patria durante la II Gran Guerra merece obtener una recompensa por ello, en su nuevo empleo como publicitario para la United Broadcasting Corporation, a cuya cabeza se encuentra Hopkins, arquetipo de hombre dedicado exclusivamente a la optimización de su prosopon en el espacio público, sin tiempo para pensar en nada que no sean los negocios: «Sobre este hombre circulan toda clase de historias; entre otras solían contar que tenía dos hijos y que durante los veinte últimos años ha estado dos veces en su casa.» No en vano la novela arranca con una escena simbólica de las pretensiones de esa ‘mid-class’ que Wilson disecciona, a saber, la entrevista de trabajo para su nuevo empleo en las oficinas de Hopkins, donde una apabullante hipocresía —pero por todo el mundo reconocida— sale a la luz cuando Tom afirma haberse interesado desde siempre por la salud mental, disciplina sobre la que habrá de redactar discursos. Con todo, es posible que con el paso de las décadas ‘El hombre del traje gris’ haya perdido vigor (la esencia de la cultura pop y sus reacciones así lo precisan); no obstante, pocos documentos sobre las angustias del bienestar en la posguerra americana hay más esclarecedores que éste.
viernes, 22 de mayo de 2009
Slavoj Zizek, Seis reflexiones marginales. Sobre la violencia
Seis reflexiones marginales, del excelente heredero de Jacques Lacan y revulsivo outsider académico Slavoj Zizek (Liubliana, 1949), debe ser entendido como ensayo ejemplar sobre las lecturas simbólicas y políticas que la violencia presenta en la era de la globalización (de la revuelta en los suburbios franceses en 2005 al conflicto palestino, pasando por el fundamentalismo religioso, el 11-S y los horrores de los totalitarismos fascistas y estalinista), en la medida que el esloveno demuestra de largo su habilidad para escapar a un debate cuya opción más tentadora consiste en arrojarse del lado de unos simplistas pares antitéticos, alimentando así la significación estructuralista de los acontecimientos; por citar un ejemplo, asistimos al poliédrico zigzagueo de un Zizek que, por una parte, recurriendo a El camino de Wigan Pier de George Orwell (y, consciente o no, sumándose a la nómina de sociólogos de la intelligentsia que incluye a Pierre Bayard, Alessandro Baricco o Pierre Bourdieu) apuntala la defensa de unos intereses de clase en la figura del intelectual («El izquierdista académico de hoy que critica el imperialismo cultural capitalista en realidad se horroriza ante la idea de que este campo de estudio pueda desaparecer», afirma); y por otra, ejecuta una paráfrasis de Walter Benjamin sobre la «culturalización de la política»: «Las diferencias políticas, derivadas de la desigualdad política o la explotación económica, son naturalizadas y neutralizadas bajo la forma de diferencias “culturales”, esto es, en los diferentes “modos de vida”, que son algo dado y no puede ser superado.» Ergo, no cabe duda de que en Zizek hay todo lo deontológicamente acertado que pueda exigírsele a un pensador de peso: compromiso con una producción de capital cultural rigorista y sesuda, en contraposición al mero compromiso con un ideario político cuya silueta es perceptible por sus límites (y limitaciones).
SOS Violencia, primera de las seis disertaciones que estructuran el libro, conforma una durísima crítica a la deriva social del capitalismo, recientemente (re)generada a partir del lobby de «comunistas liberales» (George Soros y Bill Gates a la cabeza) y su pretensión por apagar las propuestas de los nuevos movimientos sociales altermundialistas en lo que Zizek apela como la construcción de Porto Davos (simbólica simbiosis entre las dos ciudades más ideologizadas del mundo: Porto Alegre y Davos). El texto de Peter Sloterdijk Zorn un Zeit —crítica al Sein und Zeit de Heidegger— viene a repetir la idea de cómo el liberalismo fagocita cualquier conato de alternativa: «el capitalismo culmina cuando produce fuera de sí mismo su opuesto más radical —y el único provechoso—, totalmente diferente del que la izquierda clásica, atrapada en su miseria, fue siquiera capaz de soñar», de modo que estos emergentes geeks contraculturales sostienen que para ofertar ayuda, antes es necesario producir; acumular; por su parte, y tras una serie de rodeos aventurándose en la psicología del nuevo arquetipo social que en nada tiene que ver con el yuppie de los noventa, Zizek concluye: «Precisamente porque quieren resolver todas las disfunciones secundarias del sistema global, los comunistas liberales son la encarnación de lo que está mal en el sistema como tal.» No obstante, habremos de esperar hasta la referencia a la teoría de la justicia por John Rawls propuesta, para confirmar que la mencionada deriva social no puede devenir edificante habida cuenta del predominio de un superyó en donde las normas establecen que la trampa de la envidia/ resentimiento aprueba el principio del juego de suma cero, e implica que para ganar uno es necesaria la derrota del otro. Kissinger —que causó la muerte de decenas de miles de personas durante el bombardeo de Camboya— como versión occidental del mismísimo Mohammed Atta, o la subordinación femenina a la cirugía plástica a fin de mantenerse visible en el mercado del sexo —impelida siempre por la idea de «libertad para decidir»— como contrapartida al yugo de la mujer en las sociedades islámicas, ilustran los interrogantes abiertos frente al etnocentrismo dominante. Ahora bien, tampoco escapa la dudosa reacción fundamentalista a estas seis reflexiones marginales, dado lo sugestivo de sospechar que la construcción identitaria de los terroristas acaece en ese espejo que en Occidente encuentra: «Si los llamados fundamentalistas de hoy creen realmente que han encontrado su camino hacia la verdad, ¿por qué habían de verse amenazados por los no creyentes, por qué deberían envidiarles? Cuando un budista se encuentra con un hedonista occidental, raramente lo culpará. Solo advertirá con benevolencia que la búsqueda hedonista de la felicidad es una derrota anunciada.»
Zizek es, en cambio (como casi todos los pensadores que desatienden cánones de lecturas e incorporan en sus planteamientos creaciones pluridisciplinares —y así seguirá siendo hasta el hallazgo de nuevas metodologías dispuestas a establecer un cierto orden en el caos general), un pensador solipsista: la determinante multireferencialidad en su(s) ensayo(s) y las idas y venidas multidisciplinares, de la teoría política al psicoanálisis o la crítica cultural —evidentemente, un hándicap que induce a la desorientación del lector—, encuentran un objetivo último y subrepticio en la clasificación de background del propio autor, pues favorece que la recepción atienda al texto con mayor o menor fruición en base a la sincronía que quepa establecerse con las obras recicladas para la exposición de una teoría; gesto que puede percibirse en la profusión de nexos o bisagras con que ensamblar afluentes a la corriente argumental que protagoniza Sobre la violencia.
sábado, 9 de mayo de 2009
Contra el arte y otras imposturas, Chantal Maillard
Chantal Maillard, incuestionable tótem de la poesía española a la que avalan magníficas colecciones como Hilos, regresa a los estudios de Estética y Orientalismo de la mano de ‘Contra el arte y otras imposturas’, un patchwork de artículos y conferencias ahora reunidos y ampliados en tres bloques que apuntan a direcciones tan divergentes como son la globalización y su estética de lo kitsch, la metafísica, el dolor o la interpretación del mundo desde la perspectivia india. Adviértase en primer lugar que la posición en la que la poeta y ensayista decide situarse constituye la asunción de un riesgo y una opción moral personalísima, no siempre todo lo justificada que cabría esperar, pero de cualquier modo sugestiva y enriquecedora por lo esotérico de algunas de sus cuestiones planteadas, algunas de ellas bastante improbables en la ensayística contemporánea.
Así, Maillard abraza la definición de kitsch formulada por Hermann Broch («connota el engaño de hacer pasar una cosa de poca valía por otra valiosa procurando imitar la primera en la segunda») para acusar el empobrecimiento hacia el que nuestra cultura se arroja: «Es el ‘como sí’ de las culturas empobrecidas y decadentes. Un ‘es-pero-no-es’ que no llega a ser metáfora porque se queda en las aguas residuales del ‘quiero-pero-no-puedo’»; aserto rayano en la falsa nostalgia posmoderna de un espíritu noble —aristócrata, diríase— que anhela un pasado más puro, como si la generalización de ese simulacro (que igualmente podría ser referido bajo el concepto de Narduzzi y Gaggi sociedad de bajo coste) no contuviera en sí un sustrato de socialización de aquellas mercancías hasta hace poco solo eran accesibles a los espectros sociales más ricos.
Ante este panorama de incomodidad para la autora, crítica con lo que a su modo de ver supone la fagocitación de los ornamentos orientales y su vaciado de significación o contenido por parte de la cultura de la globalización, Maillard aboga por la defensa de los valores que rigen La India, espacio del que nos ofrece una descripción plausible a partir del abrazo a lo que Racionero llamaría Filosofías del Underground, o la dialéctica de reacción en los sistemas de pensamiento opuestos al racionalismo presente en prácticamente toda la Historia de la Filosofía Occidental. La espontaneidad que determina los modos de actuación del país —incluido un tráfico regulado «desde la intuición de cada uno»—, y sobre la cual aboga también en sus reflexiones poéticas, o el enaltecimiento de la feminidad en la ideología de los géneros por Vadani Shiva propuesto («Ella propone que el modelo de género se sustituya por el modelo de la inseparabilidad de los opuestos: purusa-prakti») son defendidos por una autora que pone en cuestionamiento el arquetipo de desarrollo occidental, desafiando los pilares de su dudoso etnocentrismo.
sábado, 18 de abril de 2009
'Un paseo solitario', de Gul Y. Davis
Tres años después de su irrupción en el mercado editorial, el proyecto que desde Cáceres está llevando a cabo Periférica constituye, sin lugar a dudas, uno de los más seductores y esotéricos fenómenos del panorama literario actual. A saber, promotores de lo que ha venido a conocerse como «edición de bolsillo de lujo», aunque sin excesivas inversiones en aparatos publicitarios (todas las portadas de sus títulos, apenas diferenciadas por la ilustración central, respetan una misma estructura), el catálogo de la editorial ha acogido clásicos europeos incuestionables (de Giovanni Verga a Pérez Galdós pasando por Benjamin Constant o Guy de Maupassant), contemporáneos inclasificables herederos de la mejor prosa experimental del siglo xx, como es el caso de Valérie Mréjen; y, acaso uno de sus más agradables señas de identidad, iconoclastas muy-muy cerebrales: dinamitadores del sistema desde una posición elegante y sesuda, revolucionarios de la narrativa política —aunque a la postre, toda manifestación creativa lo sea—; nada de populismos facilones, en definitiva. Hablamos de autores como Rodolfo E. Fogwill (Help a él), Lionel Tran (Sida mental) o Gul Y. Davis.
Siguiendo la estela del francés Tran, recientemente reseñado en este suplemento, Periférica regresa de nuevo sobre la estética de la Europa más underground. Para el caso que nos corresponde, Gul Y. Davis (1973) constituye una suerte de sosias del autor de Sida mental trasladado a territorio británico, si bien aquí permutamos la banlieue de Lyon por distintas instituciones erigidas como penitenciarias o pseudopenitenciarias —centros de acogida, hospitales y sanatorios—, retrotrayéndonos así al debate foucaultiano sobre la enfermedad mental y sus erradas decodificaciones sociales. Así, Un paseo solitario es el testimonio en primera persona de Wil Shaw, adolescente de dieciocho años que aparece devorado (anulado) por la afección nerviosa; algo que exige a Davis recurrir a ciertas herramientas de largo familiares en la posmodernidad, como puedan ser la deriva estética del discurso violento, siempre impostada desde un registro de asepsia —casi nihilista—; o las variaciones sobre distintos tabús que el psicoanálisis se ha ocupado de catalogar, haciendo especial hincapié en la figura de Edipo o la castración. Dos características (violencia y tabú) que encuentran un particular clímax cuando Wil recuerda cómo de niño, compartiendo un baño con su padre, éste le imparte una lección magistral sobre cómo perpetrar una masturbación; gesto que con posterioridad deviene repulsión hacia el acto sexual. Añádanse entonces otros leitmotivs como la imposibilidad de comunicación, el drama familiar y el amor (adolescente) no correspondido, para obtener un resultado reconocible —sobre todo si son seguidores del comic, digámoslo así, indie en Europa—, pero no por ello menos excitante. Un paseo solitario es, desde luego, una lectura muy recomendable.