Pienso: la conjunción entre fragmento y topografía urbana —escenario indiscutible de la modernidad literaria desde Baudelaire— a menudo acaba por derivar en una suerte de reminiscencia a lo contracultural, a lo outsider, a lo subterráneo: collages, como un lienzo de Basquiat.
Precisamente es en ese poso de lo subversivo, salpimentado con un jugoso retrato de lo que (trayendo a colación al Perec de Las cosas, ofuscado cuando de lo que se trata es de perfilar la dignidad estética de la vulgaridad y el día a día, sin caer del lado de lo kitsch o lo blandengue) es la anodina clase media «low cost», donde descansa Todo lleva carne; un sugerente debut novelístico de Peio H. Riaño (1975), que, frente a los metadiscursos estériles de nuestro tiempo, consigue alzarse entre la muchedumbre a partir de su valor como documento antropológico. Tráigase a colación, pues, el relato «Lo que le jode a…»: una reinvención del corto ‘Foutaises’, de Jean Pierre Jeunet, y ejercicio de relativismo en donde el texto se comporta como tabula rasa para albergar los miedos de sujetos completamente dispares, diseminados todos ellos a lo largo de pirámide social —desde «el presidente de Volkswagen» hasta una madre anónima pasando por Elvira Lindo o un tal P.R.H…—, y cuyo corolario vendría ser algo así como el suspiro No somos nadie. Y cierto es que buena parte de Todo lleva carne —deudor a tiempo parcial de Circular, de Vicente Luis Mora— admite ser leído como tratado de fobias y filias: «Me gustaría poder comprar algo de tiempo», «el problema no es leer un libro al año o cuatro al mes / el problema es qué haces luego con lo que lees», «Escribo un mail a Paco, que tiene una hija y un hijo por este orden: ¿Has puesto a cocer alguna vez un chupete?»
Es verdad que, como Javier Calvo apuntase en un artículo para Esquire (Noviembre de 2008), el problema de las generaciones siempre acaba siendo «la Muerte por Repetición». No obstante, y aunque el autor de Todo lleva carne pueda ser reunido dentro de una segunda hornada de nuevos narradores avantpop, Peio H. consigue dar un toque de atención a los lectores, recordando así que el futuro de la narrativa no ha de atravesar necesariamente las nuevas tecnologías, y que el asfalto, la exploración sociológica y el calor humano, vuelven a ser material al uso de primer orden.
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