miércoles, 25 de junio de 2008

martes, 17 de junio de 2008

Fashismo

Como los ya canónicos Bret Ellis en American Psycho o Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades, el nombre de Frédéric Beigbeder (Neully-sur-Seine, 1965) constituye referente obligado a la hora de abordar las distintas lecturas que ofrece la sociedad hipercapitalista y globalizada. No en vano, la obra del autor en cuestión conlleva cierta tentativa de diseccionar las perversiones de Occidente. En este sentido —y aunque Beigbeder jamás abandone para siempre ningún tema, sino que reincida en los mismos libro tras libro, incluso repitiendo ideas descaradamente—, 13’99 euros (traducida al español en 2001) fue una brutal descripción de la degeneración personal que sufren los circuitos publicitarios; Windows on the World (2004), ensamblaje de historias en torno al desastre del 11-S —sin excesivas connotaciones ideológicas, cosa que juega a favor del francés—; y El amor dura tres años (2005), retrato del nuevo modelo de relaciones sentimentales seriadas y perecederas.

Con este background, Socorro, perdón —en buena medida, entroncando con la Rusia postsoviética de la que Pelevin hablaba en Homo Zapiens— traslada al lector a la noche moscovita, donde Octave Parango, protagonista de 13’99 euros, ejerce ahora como cazatalentos para agencias de modelos. Igualmente, el tema central es aquello a lo que el autor apela bajo el concepto de “fashismo”. O lo que es igual: racismo hacia los feos. “¿Qué es más fascista —se pregunta Octave—: el burka o mi booker?”

Concebida como una serie de confesiones por parte de Octave al padre ortodoxo de la catedral de Cristo Salvador, esta nueva entrega vuelve a reformular los esquemas formales y de contenido que caracterizan a Beigbeder, tales como:

A) Interés por lo patético, próximo al de su coetáneo Houellebecq. Beigbeder se propone y consigue transmitir una extraña sensación de vergüenza ajena mediante diálogos estúpidos (en los que, por cierto, acostumbra a dar cuenta del colonialismo cultural y lingüístico norteamericano, como ya se vio en Windows on the World), comparativas fuera de lugar (“La mujeres también se evalúan sin tregua, como prostitutas en una acera.”) o enfermizos monólogos interiores, que ponen en evidencia el espacio privado del individuo moderno (“Me digo con frecuencia que si la violación fuese legal simplificaría la vida de los hombres modernos”); como dice el protagonista: “La verdadera locura aparece cuando cesa la comedia social”.

B) En palabras de Isabel Obiols: “a Beigbeder se le reprocha a menudo un estilo que tiende al abuso de la frase brillante.” En efecto, se observa en las disertaciones que el autor introduce el gusto por la reducción de ideas a lápidas y aforismos.

C) Incorrección política. Ante todo, Beigbeder es realista, y es por esto por lo que nos habla de la nueva oligarquía rusa, violenta y corrupta (véanse, por ejemplo, pp.163-165, una suerte de reminiscencia al film Hostel); pero también del Octave niño, con once años, educado en el bombardeo de imágenes sexuales, y que, frente a “chicas de veinte años […] con sus dientes blancos y sus faldas cortas”, solo pide “que aquellas diosas abusaran de mí sexualmente”. Del mismo modo, conviene detenerse en los constantes guiños a la pornografía, que devienen —como ya advertimos arriba— disección de las perversiones del mundo desarrollado (“Yo sabía también colmar mi soledad amontonando a las chicas desnudas encima de mi edredón. Padre, nunca sabrá lo dulce que es ordenarles que se besen sacando la lengua, hasta que sólo les une un hilo de saliva”); así como en la explotación de menores. El espectro social al que Beigbeder se refiere, se caracteriza por una constante pugna entre cazatalentos por conseguir la modelo más joven: “Y más que nada he visto chicas, lo juro, las chicas rusas… son la industria nacional”.

D) Integración (inteligente) de los melindres publicitarios. Si bien en Windows on the World, el escritor recurría a lo lacrimógeno mediante las escenas del padre y sus dos hijos desapareciendo lentamente en el World Trade Center, Socorro, perdón regresa sobre los arteros trucos de manipulación mental, como se observa en el relato que Octave cuenta a la modelo Irina K. (p. 74).

E) Acidez extrema. Octave hace chistes como los que siguen: “Si te acuestas conmigo te prometo enormes consecuencias mediáticas”, “En Moscú, la estación que lleva a San Petesburgo se sigue llamando Leningrado (le comprendo: los rusos no pueden cambiar todos los letreros de tren cada vez que cambian de totalitarismo)”, “El otro día, un colega me anunciaba la llegada de unas chechenias lascivas: no eran más que anoréxicas traumatizadas por las violaciones de soldados rusos […] ‘Lo siento’, les dije, señalándome la frente, ‘¡aquí no llevo escrito Amnesty Internacional’”!

A partir de la suma de todos estos elementos, que se contonean peligrosamente entre la provocación gratuita y la más corrosiva de las sátiras, es el lector quien elige una vez más si sitúa a Beigbeder, bien en lo mero histriónico, bien como uno de los más interesantes dinamitadores del sistema. Probablemente, para el francés ambas cosas no sean en absoluto incompatibles.