domingo, 22 de febrero de 2009

19 pulgadas, de Patricia Rodríguez

19 pulgadas es una novela escrita con muy buenas intenciones y ningún talento. Ninguno, no lo hay. Sabemos que uno de los desafíos para la narrativa en los albores de este siglo xxi descansa sobre la influencia interdiscursiva y la importancia de la traducción del efecto entre disciplinas creativas, de modo que ningún reparo opondremos cuando Patricia Rodríguez (Valladolid, 1975), quien ha escrito para publicaciones in como El País de las tentaciones o Vanidad, apela a la moda y se inspira en ese Londres al que el resto del planeta atiende para imitar tendencias. Porque hemos leído agradecidos la narrativa afterpop de Agustín Fernández Mallo, sabemos también que entraña un compromiso loable escribir siguiendo los ritmos afentamínimos impuestos por ese mismo mercado obsesionado en fabricar productos de consumo ágil, ya que el autor se condena a ofrecer piezas que abrazan su tiempo prescindiendo de profilaxis, a la vez que se condenan al olvido inmediato; ergo, tampoco aquí estriba nuestro problema con la autora. Por último, sabemos que desde la aparición de la magnífica A bordo del naufragio, finalista del Herralde cuando Alberto Olmos era todavía imberbe, la ficción sobre adolescentes exige de un poso diferenciador para con las ya atávicas formas del realismo sucio o la escena beat, y aquí es donde empieza la cosa a ponerse seria para Patricia Rodríguez. 

Considérese entonces que una novela dispuesta a retratar el exacerbado nihilismo de la juventud contemporánea, dedicada ex profeso a cultivar el hedonismo (otra vez más, el fraude de los hijos de la recuperación económica), debe ser multada, penalizada y tal vez retirada del mercado al insertar tópicos del tipo «hábil para las técnicas de negociación agresiva a nivel internacional» (para describir al padre de uno de los personajes), o sentencias de auténtico aprendiz, imperdonables, como «esas cosas que no se perciben mediante la evidencia reconfortante de lo tangible». Es probable que Patricia Rodríguez crea estar aproximándose a un subsuelo social inédito hasta ella cuando perpetua patéticas descripciones de la talla de «niñata blanca, indecisa y calientapollas», si bien lo único que aquí sacamos en claro es la necesidad urgente que la autora tiene de acudir a un taller de escritura. Resuciten a un neoclásico y les dirá que 19 pulgadas está atestada de defectos de estilo, único pero magnánimo handicap de esta novela. Luego, si como dice Bloom, es poco higiénico para el intelecto reseñar libros malos, mejor será que quien suscribe corra a darse una ducha. 

domingo, 15 de febrero de 2009

La soledad de los ventrílocuos, de Matías Candeira

Absténgase de leer La soledad de los ventrílocuos si creen que la juventud del autor —nuevo fichaje que pasa a engrosas la reducidísima nómina de narradores nacidos a mitad de la década de los ochenta— hará de su ficción un icono de la Generación Y, pues nos enfrentamos a un raro caso de prosa atemporal, difícilmente asociable al suculento hervidero de subculturas urbanas presentes en dicha contemporaneidad, si bien salvada por un escaparatista notable, un acertado conocedor de los ritmos, un artesano sabedor del uso de la corrección en las distancias narrativas cortas, un esteta, un buen productor de diálogos, tanto como de primeras frases brillantes, y un enamorado de ese reto literario que constituye salvar el disparate. Les presento, damas y caballeros, a Matías Candeira (Madrid, 1984). 

Destacan en esta colección de relatos piezas como “Al final de Sara”, al hilo de un agujero del tamaño de una pelota de golf que se sitúa junto al ombligo de la protagonista, siempre dispuesto a cantar boleros cada vez que su relación con Juan empiece a declinar. Cubierto por esa delgada capa de humor —aún en estado larvario o germinal— que caracteriza buena parte de las narraciones, “Al final de Sara” ha de ser interpretado como una suerte de justificación bromista a la ausencia de comunicación en las relaciones maritales o pseudomaritales (tal como vendría a avalar la cita de Jung que anticipa el cuento) en una trama que avanza como un brainstorming en series de dibujos para adultos, esto es, a partir de la adición de sucesos imposibles. De igual modo es en las piezas más breves donde Candeira saca a relucir lo mejor de su talento. Como “En algún lugar de la calle V”, instantánea capital que recoge la inclinación del autor hacia cierta escenografía neorromántica y fantasmagórica, “Todas las posibilidades”, otra de las peculiarmente ágiles ficciones que alcanza de manera pulcra el efecto claustrofóbico originalmente planteado, o el divertido “Jugar”. 

De Candeira podemos recriminar un imaginario aún en estado cartilaginoso —tendente a lo ingenuo, a ratos—, avalado por personajes de la cotidianeidad y un baúl de simpáticos instrumentos (difuntas neveras, cabezas reducidas, las medias de la reina...) que tratarán siempre de dar colorido a la acción (sorprende el hecho de que en cuatro de los catorce relatos las flores jueguen un papel distintivo, como si el narrador fuese diseminándolas a modo de especias culinarias), aparte de un uso del lenguaje no siempre preciso o todo lo expresivo que cabría exigir («preso de ese temblor innominado que dan los domingos», «más excitado que un relojero ante un encargo difícil»). Lo que no podemos dejar de prever es que tras este fogueo con las estructuras clasicistas, Candeira se nos aparece como un novel al que seguir con lupa. Empiecen por aquí. 

domingo, 8 de febrero de 2009

Rompepistas, de Kiko Amat

Siguiendo la estela de la exitosa Cosas que hacen Bum, Kiko Amat (Sant Boi, 1971) parte esta vez del flash-back que su protagonista Rompepistas sufre de vuelta a los orígenes, para seguir cavando un nicho literario en esa tentativa suya de agotar la adolescencia de barrio/ pueblo. La misma, diremos, que da tumbos por esa institución ultraconservadora llamada Educación Secundaria: aquí no hay espacio para ningún tipo de adhesión estética que no sea totalitarista —o se es un estrafalario punk, o «jugador de Deporte» (un «Cuello»), pero jamás, jamás, neutral o misceláneo—, tal como ordena la desesperada carrera juvenil por hacerse con un avatar que sobresalga entre la multitud. 

Amat parece sabérselas todas, y en su voluntad por imprimir un sello corporativista encuentra una palabra en torno a la cual gravita el estado de ánimo que define a sus personajes. Me estoy refiriendo a «paYaso», repetida hasta la suma repugnancia. El narrador explica: «Dice la Y mucho más alto, subiéndose encima de ella, alargando el sonido, golpeando la Y, escupiendo la letra, como siempre hacemos todos cuando decimos paYaso, que es el mejor insulto del mundo». Si lo que Amat perseguía era simular la irrepetible arrogancia/ hostilidad juvenil, sin duda alguna su mérito es largo. 

Ni que decir tiene, una novela como Rompepistas no exige blindarse de ningún ostentoso barniz verbal, lo cual no nos acredita para pasar por alto esos otros aciertos que provienen de la carga expresiva concentrada en sus comparativas («manos de guante de béisbol», «la cabeza echada hacia atrás como si fuese un muñeco de Caramelo Pez», «bailar sacudiéndote como si tuvieses cangrejos de río aferrados a tus bolas»...), tanto como del destacable prurito de erigir un museo ochentero (de los horrores, diríase a estas alturas), que se observa en el reparto de fetiches a lo largo de sus páginas, tipo muñecos Click, Burmar Flax, Seat 850, Xibeca o pipas Churrucas; aparte de las referencias musicales (el autor desempeña también una intensa tarea como periodista en este ámbito). 

Amat vuelve a hablarnos de pagar el pato con la inexperiencia del primer amor, y narra con acierto simpáticos gags de pusilánimes ligones que se cuelan en los pogos de un concierto, o de pícaros que aguardan en la cola del INEM a que no les den trabajo. Solo un pero, pues, y es que si tenemos en cuenta las limitaciones que el tema implica, habría sido igualmente válido su efecto al reducir notablemente el texto en su extensión. Bien por Amat, en todo caso. 

Constantino Bértolo: Ciento cincuenta por ciento de bibliofilia aguda

i. Intro. Hablar de Constantino Bértolo es hablar de un bibliófilo de primer grado: actual editor de Caballo de Troya —sello integrado en el grupo Random House—, en La cena de los notables (Editorial Periférica, 2008) nuestro autor compone una cartografía de la literatura excelsa por su perspectiva analítica a la hora de abordar las distintas etapas del hecho literario —lectura, escritura, crítica, edición...—, hasta el punto de llegar a ser visita obligatoria para todo aquel que ose delatarse lector. 

ii. Sociología de la literatura: ¿Una disciplina peligrosa, o no? 

Aunque remezclado con alegatos a la recuperación del espacio ganado por el mercado, La cena de los notables es un libro blindado por agudísimos y sagaces análisis del medio social literario. En este sentido no deja de resultar curioso que estudios en materia de sociología de la literatura sigan siendo aún una suerte de disciplina incómoda —peligrosa, quizá—, cuando las más de las veces anuncian verdades que son vox populi, aunque provoquen sonrojos...

 Si no entiendo mal la cuestión su propio planteamiento parece responder a la asunción de un entendimiento de la literatura en el que “lo literario” y “lo sociológico” se trazan como dos zonas acaso próximas pero diferenciadas, y diferenciadas de un modo jerárquico donde lo delimitado como sociológico ocuparía un escalón secundario más o menos necesario. Justamente mi propósito con este libro era proponer una visión de la literatura en la que tal distinción quedase excluida. En todo caso y al partir de una comprensión de la literatura como un acto de violencia sobre la comunidad que la recibe al tiempo que la construye y que, en consecuencia, tiene su fundamento en lo que he llamado el pacto de responsabilidades entre el emisor y los destinatarios, el marco social no se presenta como un factor añadido sino como un elemento constituyente de lo literario. Por otra parte la incomodidad que pudieran tener los estudios en materia de sociología de la literatura, siempre se ha resuelto por parte del poder hegemónico literario proponiendo precisamente esa distinción.

iii. Aristóteles; o la gestión de una «cartera de contactos» en la polis literaria ultracapitalista (¡!). 

Más de lo anterior. Una cuestión que suele provocar incómodas miradas a la punta del zapato: ¿qué importancia concede a la gestión de las relaciones públicas frente al talento? O si quiere, ¿es posible sobrevivir en la literatura, ya sea como crítico o como autor, sin una cartera de contactos? Un paso más allá: ¿no deberíamos empezar a entender esa misma cartera como un estímulo o mecanismo socializador en lugar de como perversión nepotista...?

Partiendo, con Aristóteles, del hombre como “animal que se mueve en la polis”, no es posible sobrevivir ni en la literatura ni la albañilería sin “una cartera de contactos” y si entrecomillo la expresión no es para remarcar ningún carácter perverso sino para hacer ver que la propia expresión contiene semánticamente unas concretas relaciones sociales, las determinadas por el capitalismo, en las que lo social, los otros, devienen en meros valores mercantiles, en “cartera”, y en las que las relaciones interpersonales  se han transformado en “contactos”, es decir, en oportunidades de negocio. Es decir, que no se trata de empezar a entender nada nuevo al respecto pues hace ya siglos que el intercambio mercantil funciona como estímulo y mecanismo socializador. Otra cosa son los efectos de tal lógica sobre nuestras vidas pero supongo que ahora no se trata de hablar de eso.

iv. Ultimísima crítica cultural Made in Spain®: «En principio [la hipertrofia del elemento metaliterario que salta al abanico total de discursos —del diseño gráfico a la sensibilidad grunge, de la ficción pulp a las series de televisión...—] lo valoro muy positivamente, pues en definitiva responde a un desmoronamiento radical del humanismo jerárquico, si se me permite la redundancia, con todo lo que ello contenía de compartimentación  entre lo bajo y lo alto, lo escaso y lo abundante, lo accesible y lo inaccesible, lo sagrado y lo profano [...] tampoco conviene olvidar que esa oleada de nuevas influencias tiene su origen  mayoritario en la cultura de la metrópolis USA, por lo que no deja de sorprender la alegría con  que la colonia que al fin al cabo somos celebra los abalorios, espejuelos y  lenguajes con que nos someten y globalizan.»

v. Paul Auster – Copérnico – Álvaro Pombo: «llevo tiempo pensando en la necesidad de reescribir la historia de la literatura saltándonos las fronteras nacionalfilológicas para atender a aquello que realmente “lee” – entendido en su sentido más amplio-  una comunidad determinada en un momento concreto. Si la Literatura, como pienso, es una forma de nombrarnos, veríamos que hoy, por ejemplo, nos estamos narrando más a través de Paul Auster que de Alvaro Pombo y no es que esto me parezca mal pero sí me parece saludable reconocer que no es el Sol el que gira alrededor de la Tierra.

vi. Crítica literaria y facultades semiológicas: La importancia del elemento paratextual: «El libro como mercancía es un producto que incorpora un alto nivel de incertidumbre: quién compra un libro no sabe que se va a encontrar dentro [...] Gran parte del trabajo editorial consiste precisamente en rebajar ese alto nivel de incertidumbre y es ahí donde los paratextos intervienen. Es evidente que la marca es una elemento sobresaliente: es un sofá de Ikea, o es un sofá de Mariscal, es un libro de Pre-Textos o es una novela de Eduardo Mendoza, pero aparte de las marcas  o el título o los textos de contratapa funciona también el material del “embalaje”: papel, color, tamaño, imagen de portada. Todo un espacio semiótico que se pone en movimiento y que en consecuencia “dice” qué tipo de comprador o lector está buscando el editor. Se quiera o no los paratextos forman parte de la lectura y por eso la crítica debe de atenderlos.

vii. Algunas líneas sobre Caballo de Troya: «Cuando proyecté el sello estos aspectos intervinieron en mis conversaciones con los diseñadores: quería trasmitir una imagen sobria sin ser severa (de ahí la silueta del caballo de juguete), que revelase una voluntad de trabajar a medio o largo plazo (de ahí la inamovilidad del concepto base), muy centrada en los textos (de ahí la ausencia de imágenes o de foto del autor) y con unos paratextos semánticos que encerrasen la filosofía general de la editorial: “Para entrar o salir de la ciudad sitiada”, “Nuevas voces, nuevos autores, nuevas literaturas”. Desde el principio pensé en unos textos de contra, Avisos de lectura, que de modo indirecto fueran desgranando una “estética del editor”. En los tres primeros libros incluso evité que apareciesen las biografías de los autores. Aprovechando que la empresa era favorable al poco gasto se logró consensuar un diseño muy cercano a lo que quería. Con el paso del tiempo creo que las portadas se han hecho reconocibles, pero la presión, lenta pero segura, del marketing o de los comerciales hizo que hubiera que incluir las biografías de los autores o, más recientemente, a poner sobrecubiertas a todo color a tres títulos de los once que publicamos al año. Como Director gozo de cierta autonomía y por lo tanto de cierta dependencia.