19 pulgadas es una novela escrita con muy buenas intenciones y ningún talento. Ninguno, no lo hay. Sabemos que uno de los desafíos para la narrativa en los albores de este siglo xxi descansa sobre la influencia interdiscursiva y la importancia de la traducción del efecto entre disciplinas creativas, de modo que ningún reparo opondremos cuando Patricia Rodríguez (Valladolid, 1975), quien ha escrito para publicaciones in como El País de las tentaciones o Vanidad, apela a la moda y se inspira en ese Londres al que el resto del planeta atiende para imitar tendencias. Porque hemos leído agradecidos la narrativa afterpop de Agustín Fernández Mallo, sabemos también que entraña un compromiso loable escribir siguiendo los ritmos afentamínimos impuestos por ese mismo mercado obsesionado en fabricar productos de consumo ágil, ya que el autor se condena a ofrecer piezas que abrazan su tiempo prescindiendo de profilaxis, a la vez que se condenan al olvido inmediato; ergo, tampoco aquí estriba nuestro problema con la autora. Por último, sabemos que desde la aparición de la magnífica A bordo del naufragio, finalista del Herralde cuando Alberto Olmos era todavía imberbe, la ficción sobre adolescentes exige de un poso diferenciador para con las ya atávicas formas del realismo sucio o la escena beat, y aquí es donde empieza la cosa a ponerse seria para Patricia Rodríguez.
Considérese entonces que una novela dispuesta a retratar el exacerbado nihilismo de la juventud contemporánea, dedicada ex profeso a cultivar el hedonismo (otra vez más, el fraude de los hijos de la recuperación económica), debe ser multada, penalizada y tal vez retirada del mercado al insertar tópicos del tipo «hábil para las técnicas de negociación agresiva a nivel internacional» (para describir al padre de uno de los personajes), o sentencias de auténtico aprendiz, imperdonables, como «esas cosas que no se perciben mediante la evidencia reconfortante de lo tangible». Es probable que Patricia Rodríguez crea estar aproximándose a un subsuelo social inédito hasta ella cuando perpetua patéticas descripciones de la talla de «niñata blanca, indecisa y calientapollas», si bien lo único que aquí sacamos en claro es la necesidad urgente que la autora tiene de acudir a un taller de escritura. Resuciten a un neoclásico y les dirá que 19 pulgadas está atestada de defectos de estilo, único pero magnánimo handicap de esta novela. Luego, si como dice Bloom, es poco higiénico para el intelecto reseñar libros malos, mejor será que quien suscribe corra a darse una ducha.
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