Qué duda cabe, la lógica cultural de nuestro tiempo amonesta circunlocuciones. Tal como podemos comprobar en la publicidad o cualquier otro tipo de producción audiovisual, el formato breve, los ritmos desenfrenados, salvajes, y la violencia constituyen estándares de acción con que seducir al espectador. Es en este sentido donde el ensayo de Amos Oz (Jerusalén, 1939) que lleva por título La historia comienza aborda una temática de interés irresistible, a saber, cómo tótemes de las distancias cortas estructuran sus piezas narrativas desde la primera palabra con el fin de suscitar una erección en los nervios del lector: provocar un incendio en sus posaderas hasta hacerle saltar de su butaca. Eso es.
Hay en La historia comienza una extraña bipolaridad metodológica, pues si bien Oz desestima tanto en la introducción como en la conclusión los modos de hacer propios de la Universidad (el autor levanta la mano en gesto provocador y dice «no» a la estética de la hipercita, a la nota a pie y, en definitiva, a toda erudición inflacionaria), por otro lado parece difícil saber si de verdad el escritor israelí alcanza ese objetivo suyo de no «castrar el placer de la lectura», en la medida que Oz está cerca de rodear con sus manos y asfixiar el gaznate de los referentes a los que apela, como si la literatura fuese pura ciencia, y no cupiera espacio alguno para la intuición. Piénsese en Chèjov, por ejemplo, incapaz de encontrar exégesis razonables para lo que hoy es ya piedra angular en la teoría del relato: «En los cuentos cortos es mejor no decir lo suficiente que decir demasiado porque, porque... no sé por qué.» Por esta misma razón, o sea, por el hecho de que el autor de La historia comienza resulte a ratos racionalista redomado, llama la atención su tentativa de apagar las lecturas de la nariz en el cuento de Gógol como «parábola de la sociedad de la Rusia zarista» o representante de «la condición humana» (como ese Steiner apelando a la cábala judía para entender Kafka). Por supuesto, he aquí un debate teórico sin salida de emergencia posible: acotar límites a la recepción (hiper)parabólica.
La historia comienza queda en esencia proyectada a quien a posteriori haya leído las obras abordadas, entre otros motivos, porque Oz incluye excesivas descripciones en registro forense de la trama que acontece; una herramienta ensayística que, ya se sabe, a menudo invita a sestear. Autores célebres en el imaginario del lector globalizado, canónico, occidental como Theodor Fontane, Gógol, Kafka, García Márquez o Raymond Carver aparecen entreverados con estandartes locales (para nosotros, acaso no más que rarezas impronunciables), algunos de los mismos no traducidos aún al español, como Shai Agnón, Smilansky Yizhar o Yaakov Shabtai. Y luego dicen que el mundo es un pañuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario