domingo, 15 de febrero de 2009

La soledad de los ventrílocuos, de Matías Candeira

Absténgase de leer La soledad de los ventrílocuos si creen que la juventud del autor —nuevo fichaje que pasa a engrosas la reducidísima nómina de narradores nacidos a mitad de la década de los ochenta— hará de su ficción un icono de la Generación Y, pues nos enfrentamos a un raro caso de prosa atemporal, difícilmente asociable al suculento hervidero de subculturas urbanas presentes en dicha contemporaneidad, si bien salvada por un escaparatista notable, un acertado conocedor de los ritmos, un artesano sabedor del uso de la corrección en las distancias narrativas cortas, un esteta, un buen productor de diálogos, tanto como de primeras frases brillantes, y un enamorado de ese reto literario que constituye salvar el disparate. Les presento, damas y caballeros, a Matías Candeira (Madrid, 1984). 

Destacan en esta colección de relatos piezas como “Al final de Sara”, al hilo de un agujero del tamaño de una pelota de golf que se sitúa junto al ombligo de la protagonista, siempre dispuesto a cantar boleros cada vez que su relación con Juan empiece a declinar. Cubierto por esa delgada capa de humor —aún en estado larvario o germinal— que caracteriza buena parte de las narraciones, “Al final de Sara” ha de ser interpretado como una suerte de justificación bromista a la ausencia de comunicación en las relaciones maritales o pseudomaritales (tal como vendría a avalar la cita de Jung que anticipa el cuento) en una trama que avanza como un brainstorming en series de dibujos para adultos, esto es, a partir de la adición de sucesos imposibles. De igual modo es en las piezas más breves donde Candeira saca a relucir lo mejor de su talento. Como “En algún lugar de la calle V”, instantánea capital que recoge la inclinación del autor hacia cierta escenografía neorromántica y fantasmagórica, “Todas las posibilidades”, otra de las peculiarmente ágiles ficciones que alcanza de manera pulcra el efecto claustrofóbico originalmente planteado, o el divertido “Jugar”. 

De Candeira podemos recriminar un imaginario aún en estado cartilaginoso —tendente a lo ingenuo, a ratos—, avalado por personajes de la cotidianeidad y un baúl de simpáticos instrumentos (difuntas neveras, cabezas reducidas, las medias de la reina...) que tratarán siempre de dar colorido a la acción (sorprende el hecho de que en cuatro de los catorce relatos las flores jueguen un papel distintivo, como si el narrador fuese diseminándolas a modo de especias culinarias), aparte de un uso del lenguaje no siempre preciso o todo lo expresivo que cabría exigir («preso de ese temblor innominado que dan los domingos», «más excitado que un relojero ante un encargo difícil»). Lo que no podemos dejar de prever es que tras este fogueo con las estructuras clasicistas, Candeira se nos aparece como un novel al que seguir con lupa. Empiecen por aquí. 

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