Siguiendo la estela de la exitosa Cosas que hacen Bum, Kiko Amat (Sant Boi, 1971) parte esta vez del flash-back que su protagonista Rompepistas sufre de vuelta a los orígenes, para seguir cavando un nicho literario en esa tentativa suya de agotar la adolescencia de barrio/ pueblo. La misma, diremos, que da tumbos por esa institución ultraconservadora llamada Educación Secundaria: aquí no hay espacio para ningún tipo de adhesión estética que no sea totalitarista —o se es un estrafalario punk, o «jugador de Deporte» (un «Cuello»), pero jamás, jamás, neutral o misceláneo—, tal como ordena la desesperada carrera juvenil por hacerse con un avatar que sobresalga entre la multitud.
Amat parece sabérselas todas, y en su voluntad por imprimir un sello corporativista encuentra una palabra en torno a la cual gravita el estado de ánimo que define a sus personajes. Me estoy refiriendo a «paYaso», repetida hasta la suma repugnancia. El narrador explica: «Dice la Y mucho más alto, subiéndose encima de ella, alargando el sonido, golpeando la Y, escupiendo la letra, como siempre hacemos todos cuando decimos paYaso, que es el mejor insulto del mundo». Si lo que Amat perseguía era simular la irrepetible arrogancia/ hostilidad juvenil, sin duda alguna su mérito es largo.
Ni que decir tiene, una novela como Rompepistas no exige blindarse de ningún ostentoso barniz verbal, lo cual no nos acredita para pasar por alto esos otros aciertos que provienen de la carga expresiva concentrada en sus comparativas («manos de guante de béisbol», «la cabeza echada hacia atrás como si fuese un muñeco de Caramelo Pez», «bailar sacudiéndote como si tuvieses cangrejos de río aferrados a tus bolas»...), tanto como del destacable prurito de erigir un museo ochentero (de los horrores, diríase a estas alturas), que se observa en el reparto de fetiches a lo largo de sus páginas, tipo muñecos Click, Burmar Flax, Seat 850, Xibeca o pipas Churrucas; aparte de las referencias musicales (el autor desempeña también una intensa tarea como periodista en este ámbito).
Amat vuelve a hablarnos de pagar el pato con la inexperiencia del primer amor, y narra con acierto simpáticos gags de pusilánimes ligones que se cuelan en los pogos de un concierto, o de pícaros que aguardan en la cola del INEM a que no les den trabajo. Solo un pero, pues, y es que si tenemos en cuenta las limitaciones que el tema implica, habría sido igualmente válido su efecto al reducir notablemente el texto en su extensión. Bien por Amat, en todo caso.
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