sábado, 30 de mayo de 2009

El hombre del traje gris, Sloan Wilson

Elevado a la categoría de icono pop durante los años posteriores a la II Guerra Mundial en EEUU, aún hoy cuesta discernir qué clase de artera seducción contiene el libro que dio origen a la expresión ‘Él hombre del traje gris’, longseller que hasta hoy se ha mantenido inamovible en las baldas de las librerías desde su aparición en 1953. Es obvio que Sloan Wilson (1920-2003) consiguió reunir con una prosa que jamás se excederá en virtuosismos —a todas luces desarrollada a partir de la noción de hombre unidimensional como lector implícito de la obra, aunque no por ello el autor limite la dignidad a su público potencial— las miserias de una clase media atormentada por virus psicológicos o la pandemia del superyó, es decir que nada de lo descrito resulta especialmente agradable ni complaciente. Wilson, pues, traduce y parafrasea con excelencia al ciudadano medio las tesis que Freud cinceló en ‘El malestar de la cultura’: Occidente como arquitectura penal elevada en forma de panóptico (Bentham), y habitando la misma, un sujeto neurótico frustrado por los ideales de cultura y el estado de alarma permanente que le son impuestos («Después de cerca de doce años de matrimonio, todavía no se había habituado del todo a la buena fortuna de haberse casado con una mujer tan guapa.»), aquejado también de una falsa nostalgia en la medida que sospecha la posibilidad de volver a ser feliz al suprimir o atenuar el grado de exigencias culturales. 

De este modo nos hallamos en los barrios residenciales de Connecticut, donde la pareja de Wasp que conforman Tom y Betsy Rath se esfuerza de forma más o menos patética en trepar por la escala social; ella como housewife que cuida de sus hijos y la economía doméstica, y que además pretende ser una válvula de ambición lucrativa para su marido; él, convencido de que tras servir a la patria durante la II Gran Guerra merece obtener una recompensa por ello, en su nuevo empleo como publicitario para la United Broadcasting Corporation, a cuya cabeza se encuentra Hopkins, arquetipo de hombre dedicado exclusivamente a la optimización de su prosopon en el espacio público, sin tiempo para pensar en nada que no sean los negocios: «Sobre este hombre circulan toda clase de historias; entre otras solían contar que tenía dos hijos y que durante los veinte últimos años ha estado dos veces en su casa.» No en vano la novela arranca con una escena simbólica de las pretensiones de esa ‘mid-class’ que Wilson disecciona, a saber, la entrevista de trabajo para su nuevo empleo en las oficinas de Hopkins, donde una apabullante hipocresía —pero por todo el mundo reconocida— sale a la luz cuando Tom afirma haberse interesado desde siempre por la salud mental, disciplina sobre la que habrá de redactar discursos. Con todo, es posible que con el paso de las décadas ‘El hombre del traje gris’ haya perdido vigor (la esencia de la cultura pop y sus reacciones así lo precisan); no obstante, pocos documentos sobre las angustias del bienestar en la posguerra americana hay más esclarecedores que éste. 

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