Con la traducción del francés de Lionel Tran y Valérie Mréjen está consolidando Periférica una labor editorial que merece ser seguida a muy pocos pasos de distancia. Crecidos ya en la etapa post-sesentayochista, Tran y Mréjen despliegan rarísimos y exquisitos retratos generacionales, solo aptos para los no iniciados. A ambos les une también el haber sabido heredar de Perec su exhaustividad descriptiva hasta la náusea, aparte de un intimismo que acaricia —cuando no estruja— las vísceras del lector. Para el caso que nos corresponde, podemos ubicar esta prosa de Tran (Lyon, 1971) como pieza complementaria a un díptico en donde también figurase el argelino, editado en Anagrama, Y.B., pues tanto Sida Mental como Alá Superstar constituyen dos excelentes novelas para entender el conflicto en la banlieue francesa, y, por extensión, de todo el extrarradio europeo. De este modo, mientras la ficción de Y.B. acontece las más de las veces en la calle, con un acidísimo sentido del humor del cual nadie escapa, y con un ritmo narrativo pensado para hacer estallar más de un marcapasos; Lionel Tran se recluye a una vida familiar más bien desequilibrada, yendo y viniendo de la infancia a la adolescencia de un muchacho que llora a solas en su cuarto, «envidiando la vida de los otros». Y es que como ya advirtiera Baudrillard en su célebre artículo Nique ta mère, sobre los disturbios franceses en 2005, Occidente se mantiene gracias al deseo de los otros por acceder a su cultura.
Sida Mental brilla por varias razones. Por ejemplo, la simulación perfecta de la topografía periférica, con una acción que transcurre entre «el centro comercial, inmenso y llano», parkings vacíos, la «maraña de neones», «palés abandonados», «la hierba seca y quebradiza de las viviendas de protección oficial», una gasolinera abierta veinticuatro horas, «un campo de fútbol lleno de barro», «Auchan», «Ikea»… Como el modo en que el narrador aprehende la sexualidad infantil, no solo al margen de las convenciones políticas, ingenuamente torpes (a los nueve años llegarían a las manos del protagonista las primera revistas pornográficas en los servicios de la escuela; a los diez, situaciones de pudor y tensión sexual), sino también sabiendo poner sobre la mesa las contradicciones de una cultura para la que, como dijera el antropólogo Gayle Rubin, el sexo «siempre es culpable hasta que se demuestre lo contrario». Prueba de ello es ese angst católico para el cual el protagonista ha sido educado, y que emerge después de unas experiencias estrambóticas y personalísimas —pornográficas, dirá algún que otro desaprensivo—. Paralelamente a la pulsión del sexo destaca la desintegración como hervidero de incontrolable ira: del acoso escolar a espeluznantes brotes de violencia extrema a partir de escenas tan nimias como es la disección de una mosca, y otras que laten sobre un poso de extraña inocencia como es ese niño de nueve años que dispara a diestro y siniestro con una escopeta, con la “mala suerte” de tener sus objetivos demasiado lejos. Podríamos hablar interminablemente sobre las bondades de Sida Mental, pero en ese caso, afable lector, estaríamos robándole su tiempo: ¿A qué está esperando entonces para saber hacia dónde se dirige Europa?, ¿eh?
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