lunes, 22 de diciembre de 2008

Personajes secundarios, de Joyce Johnson

Joyce Johnson (Nueva York, 1935) repite incasablemente en entrevistas su hartazgo por la continua identificación con el autor de En el camino o Los vagabundos del Dharma —de quien fuera pareja durante un par de años—, lo cual no es inconveniente para que en una artera estrategia publicitaria Personajes secundarios aparezca editado con una foto en primer plano de Kerouac, o como si crónica alternativa de una generación beat más bien machista se tratase, si bien dos quintas partes del libro no tienen nada que ver con el grupúsculo literario. Personajes secundarios aborda un vibrante testimonio histórico sobre el contexto cultural emergente circunscrito en el Nueva York posterior a la II Guerra Mundial, y caracterizado por un atrezzo a imitación de las novelas y los modos de Scott Fitzgerald, los tan cinematográficos Diners, la represión sexual («En aquella época algunas mujeres conservaban trocitos de papel con los nombres de médicos que practicaban abortos ilegales», dice la autora), los hipsters y una universidad repleta de aspirantes a artistas que irían disolviéndose con el tiempo. Solemne atmósfera ante la cual Johnson se permite desmontar su mitología e iconografía inteligentemente: «Sueño con convertirme en bohemia, pero me falta la ropa adecuada […] Si alguien me hubiera dicho que el deseo de poseer aquellos artículos equivalía, en un contexto distinto, al deseo de poseer una sudadera de béisbol determinada, me habría sentido humillada.» 

Exceptuando algún que otro bostezo imperdonable como descripciones de primeras reglas (¡!), Personajes secundarios se trata sin duda de unas memorias escritas con garbo y pulso narrativo. En lo concerniente a Kerouac, Johnson testimonia a escasos metros algunos de los hitos beats más significativos, a saber, el viaje con Ginsberg a Marruecos o la elogiosa reseña que En el camino recibiera en el New York Times en 1957, punto de partida que lo catapultara a la fama y después a la autodestrucción alcohólica. Añádase a ello el semblante huidizo, narcisista y autosuficiente del narrador norteamericano, ante el que Johnson parece comparecerse a ratos y encontrar explicaciones en sus antecedentes emocionales («[Joah Haverty] se había burlado de sus textos, quería que dejara de escribir y la mantuviera, lo había tratado como a un tonto y se había liado con otros hombres») y en el carácter posesivo de su madre. Todo un culebrón en donde brilla eso que suele conocerse como morbo —«interés humano», según conceptos periodísticos—, aunque apto para gourmets, eso sí.