domingo, 7 de diciembre de 2008

After Dark

La situación es la que sigue. Un hombre que en primera instancia se nos antoja borderline por ingenuo (Takahashi) irrumpe en Denny’s a pocos minutos de la medianoche; allí no para de ofrecer su conversación a Mari, a la que solo conoce tangencialmente. Cuando Takahashi desaparece del local Kaoru solicita a Mari su ayuda para mediar en su love-ho con una prostituta china, violada por una encarnación maléfica en forma de oficinista nipón recluido solo de madrugada en su cubículo y con Bach sonando en el equipo musical (Shirakawa, o el doble perverso de Takahashi a partir de las reflexiones de este sobre la justicia). Ni que decir tiene, conforme avanzan los relojes de la narración (unos relojes que se dilatan y contraen a su antojo como La persistencia de la memoria: particularidad de After Dark) la relación entre personajes como Takahashi y Mari va afianzándose —un clásico en Murakami— sin caer del lado del folletín. Mientras, en la habitación en donde Eri Asai —hermana de Mari y modelo profesional— duerme por un lapso de tiempo de dos meses, asistimos a una recreación del Lynch de Carretera Perdida o el Haneke de Caché, con esa célebre pesadilla tecnológica de los televisores incontrolables. 

After Dark es un libro que se olvida(rá) pronto. Decadente. A su conclusión, uno duda si a lo largo de las páginas ha tenido lugar algo más atractivo aparte del cruce entre Takahashi y Mari: la tan prometedora trama que se relaciona con la prostituta del love-ho y la mafia china se evapora ante nuestros rostros escépticos, a la par que la búsqueda de Shirakawa opta por resolverse mediante engañifas tecnológicas que no conducen a ningún sitio. A la sombra de obras mayores como Tokio Blues y, sobre todo, Al sur de la frontera, al oeste del sol, en After Dark queda ya poco de la sensibilidad erótica que ponía al autor japonés en consonancia con la cinematografía de Wong Kar Wai —ese tándem imprescindible de la nueva cultura oriental—. Empero, bien es cierto que en la novela aún sobrevive otro rasgo común: su gusto por los escenarios de neones y brumosos materializada en la estetización del rótulo (aunque regresen sobre el reconocible imaginario murakamiano, buena parte de las descripciones que presenta el libro son todo un ejercicio de efectividad) y su consecuente inmersión en una nocturnidad oriental, digamos, de sci-fi. Todo un placer para los sentidos y acaso uno de los pocos reclamos con los que vender esta novela. ¿Mi consejo? Relean a Murakami. Prescindan de After Dark.

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