domingo, 19 de octubre de 2008

Carta a D., André Gorz

Algunos de los datos que arrojaba Foreign Policy, en su número de agosto/ septiembre de 2007, a propósito de “la revolución de los solteros” eran los siguientes: “La tasa de nupcialidad en la zona UE-15 había bajado de 5,2 bodas por mil habitantes en 1994 a 4,7 en 2004. Al mismo tiempo, los europeos se divorcian cada vez más y más frecuentemente (0,5 divorcios por mil habitantes en la UE-15 en 1960, frente a 2,1 en 2004).” Y también: “El número de hogares unipersonales ha aumentado [en España] en un 82% entre 1991 y 2001, con un incremento particularmente acusado (209%) entre los jóvenes solteros, de 25 a 34 años”. No es de extrañar, pues, que el fenómeno de los singles haya ido modificando su lectura desde tiempos situacionistas, cuando Debord y Vaneigem se referían al matrimonio como institución burguesa —el propio Gorz también memorará el concepto en Carta a D.—; hasta la contemporaneidad nuestra, en donde la relaciones humanas seriadas y el ultraberalismo sexual, a cuyas más negativas consecuencias se referiría Michel Houellebecq en el brillante ensayo integrado en Ampliación del campo de batalla, empiezan a entenderse como el vaciado de contenido por parte del Capital hacia todos aquellos progresos sociales alcanzados al término de la década de los sesenta.

Así las cosas, frente a la pésima educación sentimental con la que parece arrancar el siglo XXI, André Gorz propone un texto simple y llanamente exquisito, magnánimo; toda una rareza para quienes crecimos al amparo de esa misma «revolución de los singles», tan en boga mediática. Como es sabido por el lector, Gorz y su esposa Dorine compartieron suicidio en septiembre del año pasado ante la grave enfermedad degenerativa de esta, algo que ya se anticipa en el último texto del intelectual de origen austriaco. Carta a D., además, es presentado sin ningún tipo de aderezos ficcionales, con una prosa sencilla —inmejorable, habida cuenta del candor y la sinceridad con que la prosa parte— y un objetivo completamente cerrado: «Necesito reconstruir la historia de nuestro amor para captar todo su sentido», resume Gorz.

Más allá de lo anecdótico, donde hay cabida para repasar el París de los años cincuenta y sesenta, así como algún que otro episodio humorístico no intencionado (verbigracia, la oposición de la madre de Gorz al matrimonio de este con Dorine, que acabaría en nada menos que un «peritaje grafológico», testigo de la supuesta incompatibilidad de caracteres entre ambos) y los “vicios” burgueses de la pareja sesentayochista (p. 86); hallamos sugeridas en Carta a D. los complejos y debilidades concernientes a la figura del pensador: delatan a Gorz —y paralelamente al espectro social que representa— frases tales como «Te desenvolvías sin esas prótesis psíquicas que son las doctrinas, teorías y sistemas de pensamiento. Yo las necesitaba para orientarme en el mundo intelectual, aunque pudiera cuestionarlas», «Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad», o incluso la ligeramente cínica: «Encontré muchas dificultades con el amor, ya que es imposible explicar filosóficamente por qué se ama y se quiere ser amado por tal persona precisa, con exclusión de todas las demás.» En resumen, no es difícil referirse al último testimonio del austriaco como un escrito con un evidente componente ideológico revolucionario (en efecto, entroncando casi con la cita de Pasolini —y la actitud de autores como Glucksmann—, según la cual ser revolucionario en determinados tiempos equivale a ser reaccionario), donde el enlace marital se lee, para el caso, como símbolo contra la lógica cultural del capitalismo tardío. Ahí es nada.

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