domingo, 26 de octubre de 2008

«Me sedujo la idea de varios autores insignes muy bien tratados por una pornostar»

(Entrevista con Javier Moreno + Reseña de Click)

De Saussure ya advirtió George Mounin que «la fuerte tradición familiar de cultura matemática, lejos de ser un estorbo, le proporciona uno de los componentes más reconocidos en su originalidad como lingüista». Algo muy parecido es posible advertir en la figura de Javier Moreno (Murcia, 1972), quien, esgrimiendo una prosa que en sus dos novelas —Click y La hermogeníada— recordará al lector la nueva narrativa estadounidense (del Dave Eggers de Una historia asombrosa, conmovedora y genial al Safran Foer de Todo está iluminado, pasando por el humor de Sedaris o la desmesura fosterwallaciana), ha convertido en seña de identidad suya cierta conjunción entre las ciencias exactas —Moreno cursó estudios de Matemáticas—, la cultura clásica y el gusto por el sketch y el corte publicitario. En declaraciones a EDC, el autor alude a su mapa referencial de este modo: «Cuando uno escribe se crea una especie de tabula rasa, desde los prospectos médicos a los cómics de la infancia pasando por la historia personal de cada uno. Del mismo modo la temporalidad también se iguala. En Cortes publicitarios, por ejemplo, tan referente es Píndaro como un anuncio contemporáneo». Y con toda naturalidad, resume: «No sabría decir qué es lo que más me ha influido, si Foster Wallace o Mortadelo y Filemón.»

A propósito del hilo argumental de su última novela, Click, Quisque Serezádez toma un colt 45 modelo Peacemaker (!) con una bala en el tambor, y opta por aquello de la ruleta rusa. A cada disparo que no acierte a salpicar de vísceras el lugar de los hechos, el personaje proseguirá redactando sus memorias; regresará una y otra vez sobre las historias de sus nueve musas (entre las que figuran periodistas, adolescentes, actrices porno, modelos, astrónomas…), cada una de las cuales inspira un estilo de escritura diferente al protagonista. Añádase a ello algunas aseveraciones de Quisque tales como que «el mundo no es un lugar confortable», y «nuestro objetivo en esta vida es fabricarnos otra caverna, un útero artificial donde morar y morir», para extraer uno de los primeros corolarios: Solo la escritura (el arte) nos redime.

Ahora bien, si de algo no carece Quisque es de perspectiva. Y como él mismo afirma en una suerte de referencia al ejercicio intelectual y el arte de la metáfora: «Era una estupidez a la que había que dotar de algún sentido. Algo en lo que siempre me he mostrado extraordinariamente hábil.» Más allá, Moreno duda de la veracidad que puedan contener las confesiones de su propio personaje; como él mismo apunta: «Siempre me ha atraído la idea del efecto túnel, el supuesto de que cuando uno muere pasa la vida en un instante por delante de tu conciencia, motivo por el que me interesaba contar su historia como si fueran fragmentos. Como si Quisque asistiera a esa visión post mortem. Y es por ello por lo que creo que se mantiene la ambigüedad a lo largo de la novela, y nunca se sabe si Quisque está jugando a la ruleta rusa, o bien realmente se ha disparado y todo lo que exterioriza no es más que el cuento a una especie de San Pedro.»

Lo sublime, lo cursi. La tomadura de pelo.

Acerca de la banda musical Keane, recientemente señalaba Íñigo López Palacios en EP3: «Con esas armas [batería, teclado y voz] componían unas canciones que se movían en esa finísima línea que separa lo sublime de lo hortera. Dependiendo del estado de ánimo del oyente aquello podía ser rock épico de primera división, de ese que se usaría para una carga de caballería, o pop empalagoso hasta el empacho». Exactamente la misma actitud lúdica o broma que Quisque quiere establecer con el lector, ese coqueteo suyo con la frontera que separa lo sublime, excelso y delicado de la melindre, la ñoñez y lo grotesco: Apto para abrir un interrogante sobre la cabeza del lector. Verbigracia, «al poco escucho el líquido fluir, un pequeño y cristalino arroyo discurriendo sobre un nevado paisaje alpino» (Descripción de Quisque al hilo del ejercicio de una micción femenina.)

Dudas, y más dudas, sobre la ontología de la ¿novela? contemporánea española.

Decíamos, cada una de las musas de Quisque inspira a este un tipo de escritura distinta. Es más, Click actúa sobre el lector como un juego de espejos cóncavos y convexos, en los que la narración puede dirigirse hacia una especie de patio de butacas, como si de un monólogo dramático se tratase (no olvidemos que Moreno es también autor de la obra teatral La balsa de Medusa), o como acto de introspección en donde tiene lugar el desdoblamiento (aquí Quisque practicaría una narración —estándar— en tercera persona para referirse a sus otros yo pasados), o también en un estilo epistolar de marcado carácter intimista. A ello suma Moreno —ensayista, también— disquisiciones de carácter teórico, aunque en origen su proyecto sea el de mantener un cordón profiláctico entre distintos géneros. En contraposición, alude a las vetas metaliterarias que desprenden algunas escenas de Click, por ejemplo, «la del coleccionista de reliquias que recoge fragmentos de la supuesta cruz de Cristo por diversos lugares del mundo. Ahí —dice el autor— la narración se equipara con la propia escritura de la novela». También: «La adicción macabra de Quisque en su infancia por reunir un collar de cuentas con hormigas para después prenderles fuego no deja de ser otra metáfora de la propia escritura del libro. Los fragmentos serían esas cuentas y el disparo es lo que reuniría a todos ellos».

Ante un panorama semejante cabe plantearse si Click es, en efecto, una novela, o una compilación de relatos con estructura marco definida —entroncando, claro está, con Las mil y una noches— más un notable prurito de ensamblaje. Para el escritor, «se trata no de una unidad orgánica, aristotélica, sino vinculada a la violencia; concretamente al juego de la ruleta rusa.»

¿Light? ¡Yeah!, pero con mala leche.

Que Javier Moreno no se corresponda con el arquetipo de intelectual socialmente incisivo no es óbice para que su narración —llamémosla light; intencionadamente feliz, a ratos— descuelgue sutiles derechazos a la ceja de más de un asunto peliagudo allá en la palestra informativa. Piénsese en la mordaz y apoteósica versión guiñol que despliega sobre la guerra de Iraq —protagonizada por unos inolvidables Push Junior, Tyrano, Tomy Jerry, Duce Mercatoni y Cidi José Mary—, donde la búsqueda de las Armas de Destrucción Masiva ha sido sustituida por el secuestro de Ada Dyamond McGregor, amada del gran Push Junior. Acaso con unos planteamientos retorcidos, Moreno opta por arrastrar el episodio histórico a lo literario, interpretándolo como una versión reciclada de la Ilíada homérica. Así, señala: «Desde que empezó el conflicto yo veía claro que las armas de destrucción masiva no eran más que una Elena de Troya, que luego resultó no estar allí según la documentación de la época». Siguiendo esta línea destaca el homage a Nabokov circunscrito en el personaje de Vivianna, adolescente de apenas trece años con la que Quisque entabla relación a través de un chat, y de la que finalmente acabará prendado. Sorprende aquí el ejercicio relativizador, no normativo, cuando Quisque se explica ante las acusaciones de Carolina: «No es una niña —dice el protagonista—. Es una diosa.» En este sentido, Moreno habla de establecer una clara separación entre la realidad y la ficción (en este punto es cuando uno recordaría el estrambótico caso mediático de Hernán Migoya con Todas putas), y aclara: «Quisque diviniza la belleza, y en este caso el personaje es un ejemplar más de esa belleza ».

Chúpate esa, Von Trier.

No es infrecuente oír hablar a los productores culturales sobre la necesidad de llevar a cabo un porno de autor e inteligente a la par. Jordi Costa, por ejemplo, sugiere que el salto cualitativo en el género X tiene lugar cada vez que alguien ilumina una perversión hasta entonces inédita. Por su parte, Lars von Trier cuenta que en cierta ocasión reunió en Dinamarca a un conjunto de mujeres con el objeto de desarrollar un ejercicio de brainstorming, a partir del cual poder originar una cinta como reacción al canon Playboy. Sea como fuere, resultó que la imaginación de las danesas no iba mucho más allá de la lectura que los productores californianos aplican a la sexualidad.

En el caso de Click, es posible hallar mediante Mymmi, actriz y productora, un nuevo conato para reformular la pornografía.

Pregunta: ¿Qué es lo que te atrae del porno para abordarlo en la novela?

Respuesta: A mí siempre me gusta a darle una vuelta de tuerca a los temas. Y desde luego no me gustan las escenas donde se trata el porno de manera convencional. En el caso de Mymmi, esta realiza películas que siempre tienen una componente intelectual detrás, incluso simbólico, rayano en lo metafísico.

P: ¿Y qué hay de la escena con Proust, Joyce, Cervantes y Virginia Woolf?

R: Me seducía la idea de juntar a varios escritores insignes de diversas épocas, mezclarlos y que fuesen tratados muy bien por una estrella del porno. Definitivamente, creo que se lo merecen.

Imposible mejorar los honores, vaya.

domingo, 19 de octubre de 2008

Carta a D., André Gorz

Algunos de los datos que arrojaba Foreign Policy, en su número de agosto/ septiembre de 2007, a propósito de “la revolución de los solteros” eran los siguientes: “La tasa de nupcialidad en la zona UE-15 había bajado de 5,2 bodas por mil habitantes en 1994 a 4,7 en 2004. Al mismo tiempo, los europeos se divorcian cada vez más y más frecuentemente (0,5 divorcios por mil habitantes en la UE-15 en 1960, frente a 2,1 en 2004).” Y también: “El número de hogares unipersonales ha aumentado [en España] en un 82% entre 1991 y 2001, con un incremento particularmente acusado (209%) entre los jóvenes solteros, de 25 a 34 años”. No es de extrañar, pues, que el fenómeno de los singles haya ido modificando su lectura desde tiempos situacionistas, cuando Debord y Vaneigem se referían al matrimonio como institución burguesa —el propio Gorz también memorará el concepto en Carta a D.—; hasta la contemporaneidad nuestra, en donde la relaciones humanas seriadas y el ultraberalismo sexual, a cuyas más negativas consecuencias se referiría Michel Houellebecq en el brillante ensayo integrado en Ampliación del campo de batalla, empiezan a entenderse como el vaciado de contenido por parte del Capital hacia todos aquellos progresos sociales alcanzados al término de la década de los sesenta.

Así las cosas, frente a la pésima educación sentimental con la que parece arrancar el siglo XXI, André Gorz propone un texto simple y llanamente exquisito, magnánimo; toda una rareza para quienes crecimos al amparo de esa misma «revolución de los singles», tan en boga mediática. Como es sabido por el lector, Gorz y su esposa Dorine compartieron suicidio en septiembre del año pasado ante la grave enfermedad degenerativa de esta, algo que ya se anticipa en el último texto del intelectual de origen austriaco. Carta a D., además, es presentado sin ningún tipo de aderezos ficcionales, con una prosa sencilla —inmejorable, habida cuenta del candor y la sinceridad con que la prosa parte— y un objetivo completamente cerrado: «Necesito reconstruir la historia de nuestro amor para captar todo su sentido», resume Gorz.

Más allá de lo anecdótico, donde hay cabida para repasar el París de los años cincuenta y sesenta, así como algún que otro episodio humorístico no intencionado (verbigracia, la oposición de la madre de Gorz al matrimonio de este con Dorine, que acabaría en nada menos que un «peritaje grafológico», testigo de la supuesta incompatibilidad de caracteres entre ambos) y los “vicios” burgueses de la pareja sesentayochista (p. 86); hallamos sugeridas en Carta a D. los complejos y debilidades concernientes a la figura del pensador: delatan a Gorz —y paralelamente al espectro social que representa— frases tales como «Te desenvolvías sin esas prótesis psíquicas que son las doctrinas, teorías y sistemas de pensamiento. Yo las necesitaba para orientarme en el mundo intelectual, aunque pudiera cuestionarlas», «Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad», o incluso la ligeramente cínica: «Encontré muchas dificultades con el amor, ya que es imposible explicar filosóficamente por qué se ama y se quiere ser amado por tal persona precisa, con exclusión de todas las demás.» En resumen, no es difícil referirse al último testimonio del austriaco como un escrito con un evidente componente ideológico revolucionario (en efecto, entroncando casi con la cita de Pasolini —y la actitud de autores como Glucksmann—, según la cual ser revolucionario en determinados tiempos equivale a ser reaccionario), donde el enlace marital se lee, para el caso, como símbolo contra la lógica cultural del capitalismo tardío. Ahí es nada.

domingo, 5 de octubre de 2008

Cut & Roll, de Óscar Gual

De lo que no cabe duda cuando uno aborda el debut novelístico de Óscar Gual (Almassora, 1976), es que esta primera referencia suya está plagada de irregularidades tanto como de buenas intenciones: Cut and Roll cuenta con algunos puntuales momentos de esplendor, insípidos capítulos (inexplicablemente Gual se empeña en llamar a estos “tracks”, cosa que ejemplifica sus artificiosos conatos de vanguardia en demérito de los progresos desarrollados por algunos de sus contemporáneos entre los que se quiere integrar) y fragmentos netamente censurables. Para ilustrar esta idea basta comparar el track 0 y el bonus track 2: El primero de ellos constituye en toda regla una equívoca interpretación de la influencia de lo audiovisual sobre la narrativa, en la medida que Gual no crea sino un guión cinematográfico, que, por supuesto, arrastra consigo ritmos lentos —muy lentos—; soporíferos. Es decir que si el de Almassora no hubiese publicado en la repetable DVD, sería un fantástico blanco de críticas por un estilo más que próximo al fílmico best seller de corte kenfolletiano y danbrowniano (!). En contraposición, al autor no le tiembla el pulso en bonus track 2 cuando de lo que se trata es de inmiscuirse en el carácter pseudoreligioso o tribal contenido en el ejercicio de la fiesta y la nocturnidad —asunto irresistiblemente pop, y sin embargo, ay, planteado en tan pocas ocasiones—, al que cabe añadir el acertado despliegue imaginativo de corte burroughsiano: «Subiendo las calles estrechas y empinadas, unos diablillos afeminados me señalan con sus rabos y un gran robot con un pene articulado de tres metros es arrastrado por cuatro enanos vestidos con faldas y botas militares». Bravo por el homage, Gual.

Decíamos, Cut and Roll está plagado de buenas intenciones, tal como apunta el continuo reciclaje de escenarios (del campo de golf al desierto, pasando por el centro educativo, un avión, Venecia, escenarios virtuales…, siempre en aras de los visual), así como su suerte de proyección enciclopédica. No faltará tiempo, pues, para abordar el discurso publicitario (teletiendas por aquí y por allá), la alienación, los videojuegos, el sexo, la violencia, la música, la coacción social del mundo juvenil (plausible, por cierto, el duodécimo capítulo de la novela), o el arte contemporáneo. Sea como fuere, dicho compromiso con el contexto temporal del autor se esfuma a través de los torpes monólogos del protagonista, Joel, salpicados de un rasgo —mal que nos pese a muchos— bastante común en nuestra narrativa de última generación: La subestimación del enemigo (Mercedes Cebrián, Alberto Lema o Alberto Gismera, en mayor o menor medida también han incurrido en la misma falta). Queremos decir con esto que Gual, o mejor aún, Joel, aspira a ejercer de francotirador desde lugares comunes, y por ende, con una óptica lo suficientemente obtusa como para que el disparo no surta ningún tipo de efecto en el receptor. Sirvan de ejemplo confesiones como las que siguen: «Son tan glotones con la comida como los políticos con el dinero o las modelos con la coca», «Su mayordomo, cuyo nombre intuyo que es Adam o Spencer» (demostración de que Gual ni siquiera se molesta en evitar los tópicos), «Ochenta y cinco jetas adornadas con sendas monturas de pasta lamentándose amargamente por no tener su ración semanal de cultura no popular», etcétera. Prosigue el registro de nihilismo pueril con un humor que funciona una de cada diez veces, y una serie de observaciones a propósito del sexo que no ocasionarán más que un bostezo fuera del espectro de adolescentes onanistas (p.108, p.222). Ahora bien: ni que decir tiene que las acusaciones vertidas sobre el protagonista no buscan eclipsar ese carácter misántropo, que tal vez sí sea definitorio de nuestros tiempos; al contrario, el problema estriba en lo poco verosímil del personaje, muy lejos de la obra de Palahniuk o Bret Ellis con las que Cut & Roll ha sido tan comparada.

En resumen, Gual podría haber pergeñado un debut notable de haber adelgazado el texto final, y suprimido tantos y tantos pequeños detalles que a estas alturas de la película no son sino vulgar reproducción de los descubridores (piénsese en la escritura a partir de un lenguaje de programación —puro jPod—, o el recurso —prescindible para el caso— de las notas a pie). En otras palabras: Cut & Roll ha llegado al mercado editorial demasiado tarde, lastrado por los éxitos que en los últimos dos años han revolucionado la prosa patria. ¿Momento entonces de hacer un alto en el camino? Seguro que sí.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Pizzería Kamikaze, de Etgar Keret

Admitamos desde este preciso instante que el proceso evolutivo del Etgar Keret (Tel Aviv, 1967) en La chica sobre la nevera hacia Pizzería Kamikaze resulta próximo al desmán. Y es que si bien es cierto que en su primera colección de cuentos editada en España el autor israelí esgrimía una composición tan desopilante como temeraria (pienso en algunas perlas del tipo «por la noche volvió Lucach a soñar que estaba en la jungla. Que saltaba de árbol en árbol, comía plátanos y se follaba a todas las monas»), erigida a través de una metodología pseudodadaísta; en Pizzería... cabe pensar que Keret ha querido moderarse, no solo ya en cuanto al humor cáustico, sino también en lo que respecta al componente político. Recuérdese a este respecto la continua parodia de unos y otros en el conflicto árabe israelí esbozada en La chica…

Para el caso que nos ocupa, y habida cuenta del reciclaje estilístico, diremos que hay relatos que son meros accesos de ingenio —tal es el caso del conato alegórico contenido en “La historia del conductor de autobús que quería ser Dios”; probablemente el cuento menos prometedor de la compilación, y por ende el menos apropiado para inaugurarla—; relatos blanduzcos, también —“El cóctel del infierno”—; o relatos como “La chaladura de Nimrot”, que apuntan muy buenas maneras y recuperan al Keret más gamberro. Será aquí, pues, en esta historia sobre la degeneración de la amistad, donde el israelí regrese al pastiche de postín con personajes chiflados que reescriben La Biblia (en efecto, ya que vamos a practicar la iconoclastia, pensaría E.K., ¿por qué no hacerlo apuntando al mismísimo Borges de Pierre Menard?) y espíritus que toman el pelo a los vivos a través de la güija, sin por ello desestimar el componente esotérico del texto. Pero la cosa no se queda ahí: acaso por su brevedad, “Útero” alcanza cotas aún más altas de virtuosismo narrativo que ponen de manifiesto la capacidad de Keret para desfigura al ser humano en sus obsesiones más burdas —el sexo; la envidia—.

Adaptada a la novela gráfica y al cine, la novela corta que da nombre a la compilación regresa sobre dos de los topoi más recurrentes en el escritor israelí, a saber, el más allá y la religión. Un rasgo que al entroncar con la escenografía de road movie infernal (los personajes de Pizzería Kamikaze viajan a lo largo de un purgatorio de suicidas donde incluso hay cabida para el ex líder de Nirvana) y las simpatías de los desequilibrados personajes (entre otras cosas, los chicos de Pizzería sueñan que se “cagan en la cabeza” recíprocamente), traslada la narración a un espectro fronterizo entre el cuento clásico y el siempre impagable olfato de coolhunter, al que podríamos referirnos como po(p)modernidad literaria. Al margen, conviene incidir sobre los momentos extáticos que Keret alcanza gracias a alguno de sus microrrelatos integrados en el corpus total, verbigracia, el feroz diálogo entre Ari y Nasser que resume la colisión de valores entre el mundo oriental y occidental (p. 78).

Por todo lo anterior concluiremos que en ninguna de sus dos opciones (La chica… o Pizzería) resulta Keret rechazable. De lo que no cabe duda, pues, es que el espíritu —digamos, un treinta y cinco por ciento más— descafeinado que esgrime en su última entrega, caerá de mal grado en el estómago de sus fans.