lunes, 6 de abril de 2009

Algunas ideas buenísimas que el mundo se va a perder, VVAA

Bajo la coordinación y supervisión de Alberto Olmos (Segovia, 1975), Caballo de Troya ha decidido subirse al tren de los recientes ejercicios narrativos estrechamente ligados con el hipertexto, Internet y las nuevas tecnologías. Una tradición que encuentra sus orígenes allá por 1990 con la publicación en Eastgate de ‘Afternoon, a Story’, novela de Michael Joyce —«el Homero del hipertexto», como de él dijera la publicación alemana Der TAZ— fervientemente defendida por Robert Coover; y que para el caso español ha generado ficciones más o menos rupturistas como puedan ser el relato de Jordi Carrión de 2007 que lleva por título ‘Búsquedas’ (apócrifas entradas en Google cuyo objetivo es el trazado de pasadizos entre Andalucía y Cataluña), o esa otra novela inicialmente publicada como entradas para un blog compartido y posteriormente editada con el —acaso petulante— nombre de ‘Hotel Posmoderno’ (2008).


Lo que Olmos propone en ‘Algunas ideas buenísimas que el mundo se va a perder’ pasa por una provocación al concepto de lo literario, pues a diferencia de ‘Hotel Posmoderno’, las entradas de los distintos blogs aquí recogidos no fueron escritas con el objeto inicial de su aparición en papel. En palabras del autor de ‘Tatami’, y siguiendo cierto postulado estético según el cual la literatura deviene expresión perversa de la sentimentalidad en tanto que entronca con unas formas prefiguradas, los blogueros que alimentan las piezas del libro constituyen «un puñado de voces sin excesiva ambición literaria pero, quizá por eso, cargadas de honestidad». Ergo, precisamente por ello, sería errado pretender aplicar una metodología crítica convencional aquí, dado que aquello a lo que nos enfrentamos no es literatura en un sentido estricto (o lo que es igual, sus autores no parten con una voluntad explícita de ser catalogados bajo esta etiqueta), sino más bien cierta conjunción de piezas netamente confesionales, las más de las veces salpicadas de desaliento y rabia típicamente urbanitas: razón suficiente para poner de muy mal humor a quienes decidan decodificar ‘Algunas ideas buenísimas...’ como un signo más de la colonización cibernética (los ratos muertos que ello implica, así como su capacidad para atraer información basura) sobre esa otra cultura condenada a elevar el estado del alma.


Habida cuenta del actual debate reabierto en torno a la ontología de los géneros, sorprende el gesto de la editorial de no presentar el libro como novela fragmentaria, sino solo como novela (sin ninguna otra etiqueta) cuyo argumento descansa en la «existencia en medio del desierto», por lo que en todo caso convendría ser clasificada como «novela conceptual». También hay en ‘Algunas ideas buenísimas...’ auténtico compromiso con la actualidad en esa tentativa de Olmos por convertir en género literario los estados en Twitter, o en prosa los spam de mendicidad electrónica desde supuestos países tercermundistas. De igual modo conviene destacar la profusión de ideas acertadas provenientes de voces anónimas, siempre a través de idiolectos ingeniosos, relajados, cínicos y epigramáticos como eslóganes; a saber: «todos querríamos que nuestras tonterías fueran leídas por una cantidad ingente de desconocidos pero nunca por nuestro círculo cercano» (Supercrisis), o «—¿diferencia entre follar y hacer el amor? Yo, si sudo, es que estoy follando (María G. Abril). Por último, especial interés merecen las voces de los blogueros Supercrisis y Eritrea, quien a través de sus disertaciones sobre el patetismo universitario recuerda sospechosamente —aunque en una versión mucho más ligera (en efecto, menos ambiciosa)—, a aquel brillante Alberto Olmos de ‘A bordo del naufragio’.

lunes, 16 de marzo de 2009

'Temporada de caza para el león negro', de Tryno Maldonado

Temporada de caza para el león negro, del escritor mexicano Tryno Maldonado (Zacatecas, 1977), alcanzó la fase final del XXVI Premio Herralde de Novela y fue celebrada por el jurado del mismo junto a otros dos autores emergentes, Carlos Busqued (Argentina, 1970) y José Morella (España, 1972). Así pues, conviene anunciar en primera instancia que con este breve texto fragmentario en torno a un «enfant terrible del arte» (asunto de ultimísima actualidad: la perversión de su mercado y la influencia desmedida del aparato mediático), Tryno Maldonado logra uno de los desafíos más importantes al que todo novelista de calibre ha de hacer frente, es decir, la empatía para con el lector. Sabemos en este sentido que el protagonista de Temporada de caza, Golo, «daba más la impresión de ser un niño bien con una semana sin bañarse», que el narrador encuentra en la universidad la vía rápida para zafarse de la moral conservadora familiar, que el protagonista es cínico, envidia a sus colegas creativos porque él apenas tiene estudios —«en su vida había leído un libro», se dice—, y jamás salió de su ciudad; todo ello sin dejar de ser nunca un icono de su tiempo. Ergo, lo que el mexicano propone es una lectura a distintos niveles que finalmente solo será cerrada por la Weltanschung elegida por el lector, pues a los ojos de este Golo puede ser: a) expresión del American Dream frente a esos otros niños de papá que lideran el arte contemporáneo; b) (siguiendo con lo anterior) pisotón al superego o código normador del lector virtual que se presume para Temporada de caza... (entiéndase que hoy sigue siendo la literatura un circuito endogámico donde hay cabida para infinidad de universitarios pequeñoburgueses: nada que ver con el espíritu lumpen de Golo); c) poco más que un hype mediático. Un tarado más devastado por las drogas y los excesos del mercado —parábola del consumo, por cierto, como observamos en esa bulimia que le lleva a comer fast food hasta reventar («Vomitaba todo y empezaba de cero»)—; d) todo lo anterior; e) nada de lo anterior.

De igual modo, Golo, pero también el narrador de la novela, parece un personaje desarrollado por algún artero laboratorio publicitario. Prácticamente todos los pasajes de Temporada de caza para el león negro añaden sutilísimas crónicas intrahistóricas del siglo xxi, en una suerte de, llamémoslo así, Costumbrismo Cool. Piénsese en detalles tales como que jamás cambia sus tenis Converse, encuentra ideas para sus proyectos en revistas de tendencias, y su éxito radica en ese personaje que a sí mismo se crea. (Como la historia del Cubo de Ernö Rubik en rojo: cómo llega a convertirse en una de sus más populares obras —sospechamos— tras esa simpática historia en la que decide aplicar una mano de pintura roja por su incapacidad para hallar resolución al problema.) Ahora bien, habida cuenta del riesgo que entraña abrazar un vasto registro de referencias provenientes de la cultura pop, Maldonado queda atrincherado en un área prudencial; apenas dos o tres apelaciones a celebérrimas marcas registradas presentes en nuestro día a día son suficientes para erigir su texto como pieza netamente contemporánea sin por ello condenarlo a la caducidad inmediata.

E insistimos. Rasgo encomiable en Temporada de caza: su clara disposición a los dobles sentidos, que sea el lector quien termine de configurar una hipotética lectura ideológica o cultural de la novela (Maupassant diría: «Los grandes escritores no se han preocupado ni de moral ni de castidad [...] Si un libro contiene una enseñanza, debe ser a pesar de su autor, por la fuerza misma de los hechos que cuenta.»). Demuestra esta idea la huida apresurada del lugar común; el hecho de que Golo no sea exactamente proyección del nihilismo atribuido a los jóvenes contemporáneos (semejante cerebro fundido por la videoconsola del que habla cierto crítico en la ficción), sino que justo en la mitad del libro tiene lugar ese punto de inflexión en el cual abandona el hedonismo desmedido, los ratos muertos frente a la Atari o durmiendo, y el sexo infinito con el narrador, y se afana en su trabajo desesperadamente, sin tiempo para cambiarse de ropa o bañarse. Como si a la inversa quisiera atravesar la biografía de Rimbaud o Bartleby. Todo un acierto, pues, la estrategia del autor, que nos invita a leer Temporada de caza como un documento visceralmente atractivo, y que ya en la relectura asombra por la meticulosidad con que Maldonado experimenta, seduce y dialoga con el espectador. No se lo pierdan. 

domingo, 8 de marzo de 2009

La historia comienza, de Amos Oz

Qué duda cabe, la lógica cultural de nuestro tiempo amonesta circunlocuciones. Tal como podemos comprobar en la publicidad o cualquier otro tipo de producción audiovisual, el formato breve, los ritmos desenfrenados, salvajes, y la violencia constituyen estándares de acción con que seducir al espectador. Es en este sentido donde el ensayo de Amos Oz (Jerusalén, 1939) que lleva por título La historia comienza aborda una temática de interés irresistible, a saber, cómo tótemes de las distancias cortas estructuran sus piezas narrativas desde la primera palabra con el fin de suscitar una erección en los nervios del lector: provocar un incendio en sus posaderas hasta hacerle saltar de su butaca. Eso es. 

Hay en La historia comienza una extraña bipolaridad metodológica, pues si bien Oz desestima tanto en la introducción como en la conclusión los modos de hacer propios de la Universidad (el autor levanta la mano en gesto provocador y dice «no» a la estética de la hipercita, a la nota a pie y, en definitiva, a toda erudición inflacionaria), por otro lado parece difícil saber si de verdad el escritor israelí alcanza ese objetivo suyo de no «castrar el placer de la lectura», en la medida que Oz está cerca de rodear con sus manos y asfixiar el gaznate de los referentes a los que apela, como si la literatura fuese pura ciencia, y no cupiera espacio alguno para la intuición. Piénsese en Chèjov, por ejemplo, incapaz de encontrar exégesis razonables para lo que hoy es ya piedra angular en la teoría del relato: «En los cuentos cortos es mejor no decir lo suficiente que decir demasiado porque, porque... no sé por qué.» Por esta misma razón, o sea, por el hecho de que el autor de La historia comienza resulte a ratos racionalista redomado, llama la atención su tentativa de apagar las lecturas de la nariz en el cuento de Gógol como «parábola de la sociedad de la Rusia zarista» o representante de «la condición humana» (como ese Steiner apelando a la cábala judía para entender Kafka). Por supuesto, he aquí un debate teórico sin salida de emergencia posible: acotar límites a la recepción (hiper)parabólica. 

La historia comienza queda en esencia proyectada a quien a posteriori haya leído las obras abordadas, entre otros motivos, porque Oz incluye excesivas descripciones en registro forense de la trama que acontece; una herramienta ensayística que, ya se sabe, a menudo invita a sestear. Autores célebres en el imaginario del lector globalizado, canónico, occidental como Theodor Fontane, Gógol, Kafka, García Márquez o Raymond Carver aparecen entreverados con estandartes locales (para nosotros, acaso no más que rarezas impronunciables), algunos de los mismos no traducidos aún al español, como Shai Agnón, Smilansky Yizhar o Yaakov Shabtai. Y luego dicen que el mundo es un pañuelo. 

domingo, 22 de febrero de 2009

19 pulgadas, de Patricia Rodríguez

19 pulgadas es una novela escrita con muy buenas intenciones y ningún talento. Ninguno, no lo hay. Sabemos que uno de los desafíos para la narrativa en los albores de este siglo xxi descansa sobre la influencia interdiscursiva y la importancia de la traducción del efecto entre disciplinas creativas, de modo que ningún reparo opondremos cuando Patricia Rodríguez (Valladolid, 1975), quien ha escrito para publicaciones in como El País de las tentaciones o Vanidad, apela a la moda y se inspira en ese Londres al que el resto del planeta atiende para imitar tendencias. Porque hemos leído agradecidos la narrativa afterpop de Agustín Fernández Mallo, sabemos también que entraña un compromiso loable escribir siguiendo los ritmos afentamínimos impuestos por ese mismo mercado obsesionado en fabricar productos de consumo ágil, ya que el autor se condena a ofrecer piezas que abrazan su tiempo prescindiendo de profilaxis, a la vez que se condenan al olvido inmediato; ergo, tampoco aquí estriba nuestro problema con la autora. Por último, sabemos que desde la aparición de la magnífica A bordo del naufragio, finalista del Herralde cuando Alberto Olmos era todavía imberbe, la ficción sobre adolescentes exige de un poso diferenciador para con las ya atávicas formas del realismo sucio o la escena beat, y aquí es donde empieza la cosa a ponerse seria para Patricia Rodríguez. 

Considérese entonces que una novela dispuesta a retratar el exacerbado nihilismo de la juventud contemporánea, dedicada ex profeso a cultivar el hedonismo (otra vez más, el fraude de los hijos de la recuperación económica), debe ser multada, penalizada y tal vez retirada del mercado al insertar tópicos del tipo «hábil para las técnicas de negociación agresiva a nivel internacional» (para describir al padre de uno de los personajes), o sentencias de auténtico aprendiz, imperdonables, como «esas cosas que no se perciben mediante la evidencia reconfortante de lo tangible». Es probable que Patricia Rodríguez crea estar aproximándose a un subsuelo social inédito hasta ella cuando perpetua patéticas descripciones de la talla de «niñata blanca, indecisa y calientapollas», si bien lo único que aquí sacamos en claro es la necesidad urgente que la autora tiene de acudir a un taller de escritura. Resuciten a un neoclásico y les dirá que 19 pulgadas está atestada de defectos de estilo, único pero magnánimo handicap de esta novela. Luego, si como dice Bloom, es poco higiénico para el intelecto reseñar libros malos, mejor será que quien suscribe corra a darse una ducha. 

domingo, 15 de febrero de 2009

La soledad de los ventrílocuos, de Matías Candeira

Absténgase de leer La soledad de los ventrílocuos si creen que la juventud del autor —nuevo fichaje que pasa a engrosas la reducidísima nómina de narradores nacidos a mitad de la década de los ochenta— hará de su ficción un icono de la Generación Y, pues nos enfrentamos a un raro caso de prosa atemporal, difícilmente asociable al suculento hervidero de subculturas urbanas presentes en dicha contemporaneidad, si bien salvada por un escaparatista notable, un acertado conocedor de los ritmos, un artesano sabedor del uso de la corrección en las distancias narrativas cortas, un esteta, un buen productor de diálogos, tanto como de primeras frases brillantes, y un enamorado de ese reto literario que constituye salvar el disparate. Les presento, damas y caballeros, a Matías Candeira (Madrid, 1984). 

Destacan en esta colección de relatos piezas como “Al final de Sara”, al hilo de un agujero del tamaño de una pelota de golf que se sitúa junto al ombligo de la protagonista, siempre dispuesto a cantar boleros cada vez que su relación con Juan empiece a declinar. Cubierto por esa delgada capa de humor —aún en estado larvario o germinal— que caracteriza buena parte de las narraciones, “Al final de Sara” ha de ser interpretado como una suerte de justificación bromista a la ausencia de comunicación en las relaciones maritales o pseudomaritales (tal como vendría a avalar la cita de Jung que anticipa el cuento) en una trama que avanza como un brainstorming en series de dibujos para adultos, esto es, a partir de la adición de sucesos imposibles. De igual modo es en las piezas más breves donde Candeira saca a relucir lo mejor de su talento. Como “En algún lugar de la calle V”, instantánea capital que recoge la inclinación del autor hacia cierta escenografía neorromántica y fantasmagórica, “Todas las posibilidades”, otra de las peculiarmente ágiles ficciones que alcanza de manera pulcra el efecto claustrofóbico originalmente planteado, o el divertido “Jugar”. 

De Candeira podemos recriminar un imaginario aún en estado cartilaginoso —tendente a lo ingenuo, a ratos—, avalado por personajes de la cotidianeidad y un baúl de simpáticos instrumentos (difuntas neveras, cabezas reducidas, las medias de la reina...) que tratarán siempre de dar colorido a la acción (sorprende el hecho de que en cuatro de los catorce relatos las flores jueguen un papel distintivo, como si el narrador fuese diseminándolas a modo de especias culinarias), aparte de un uso del lenguaje no siempre preciso o todo lo expresivo que cabría exigir («preso de ese temblor innominado que dan los domingos», «más excitado que un relojero ante un encargo difícil»). Lo que no podemos dejar de prever es que tras este fogueo con las estructuras clasicistas, Candeira se nos aparece como un novel al que seguir con lupa. Empiecen por aquí. 

domingo, 8 de febrero de 2009

Rompepistas, de Kiko Amat

Siguiendo la estela de la exitosa Cosas que hacen Bum, Kiko Amat (Sant Boi, 1971) parte esta vez del flash-back que su protagonista Rompepistas sufre de vuelta a los orígenes, para seguir cavando un nicho literario en esa tentativa suya de agotar la adolescencia de barrio/ pueblo. La misma, diremos, que da tumbos por esa institución ultraconservadora llamada Educación Secundaria: aquí no hay espacio para ningún tipo de adhesión estética que no sea totalitarista —o se es un estrafalario punk, o «jugador de Deporte» (un «Cuello»), pero jamás, jamás, neutral o misceláneo—, tal como ordena la desesperada carrera juvenil por hacerse con un avatar que sobresalga entre la multitud. 

Amat parece sabérselas todas, y en su voluntad por imprimir un sello corporativista encuentra una palabra en torno a la cual gravita el estado de ánimo que define a sus personajes. Me estoy refiriendo a «paYaso», repetida hasta la suma repugnancia. El narrador explica: «Dice la Y mucho más alto, subiéndose encima de ella, alargando el sonido, golpeando la Y, escupiendo la letra, como siempre hacemos todos cuando decimos paYaso, que es el mejor insulto del mundo». Si lo que Amat perseguía era simular la irrepetible arrogancia/ hostilidad juvenil, sin duda alguna su mérito es largo. 

Ni que decir tiene, una novela como Rompepistas no exige blindarse de ningún ostentoso barniz verbal, lo cual no nos acredita para pasar por alto esos otros aciertos que provienen de la carga expresiva concentrada en sus comparativas («manos de guante de béisbol», «la cabeza echada hacia atrás como si fuese un muñeco de Caramelo Pez», «bailar sacudiéndote como si tuvieses cangrejos de río aferrados a tus bolas»...), tanto como del destacable prurito de erigir un museo ochentero (de los horrores, diríase a estas alturas), que se observa en el reparto de fetiches a lo largo de sus páginas, tipo muñecos Click, Burmar Flax, Seat 850, Xibeca o pipas Churrucas; aparte de las referencias musicales (el autor desempeña también una intensa tarea como periodista en este ámbito). 

Amat vuelve a hablarnos de pagar el pato con la inexperiencia del primer amor, y narra con acierto simpáticos gags de pusilánimes ligones que se cuelan en los pogos de un concierto, o de pícaros que aguardan en la cola del INEM a que no les den trabajo. Solo un pero, pues, y es que si tenemos en cuenta las limitaciones que el tema implica, habría sido igualmente válido su efecto al reducir notablemente el texto en su extensión. Bien por Amat, en todo caso. 

Constantino Bértolo: Ciento cincuenta por ciento de bibliofilia aguda

i. Intro. Hablar de Constantino Bértolo es hablar de un bibliófilo de primer grado: actual editor de Caballo de Troya —sello integrado en el grupo Random House—, en La cena de los notables (Editorial Periférica, 2008) nuestro autor compone una cartografía de la literatura excelsa por su perspectiva analítica a la hora de abordar las distintas etapas del hecho literario —lectura, escritura, crítica, edición...—, hasta el punto de llegar a ser visita obligatoria para todo aquel que ose delatarse lector. 

ii. Sociología de la literatura: ¿Una disciplina peligrosa, o no? 

Aunque remezclado con alegatos a la recuperación del espacio ganado por el mercado, La cena de los notables es un libro blindado por agudísimos y sagaces análisis del medio social literario. En este sentido no deja de resultar curioso que estudios en materia de sociología de la literatura sigan siendo aún una suerte de disciplina incómoda —peligrosa, quizá—, cuando las más de las veces anuncian verdades que son vox populi, aunque provoquen sonrojos...

 Si no entiendo mal la cuestión su propio planteamiento parece responder a la asunción de un entendimiento de la literatura en el que “lo literario” y “lo sociológico” se trazan como dos zonas acaso próximas pero diferenciadas, y diferenciadas de un modo jerárquico donde lo delimitado como sociológico ocuparía un escalón secundario más o menos necesario. Justamente mi propósito con este libro era proponer una visión de la literatura en la que tal distinción quedase excluida. En todo caso y al partir de una comprensión de la literatura como un acto de violencia sobre la comunidad que la recibe al tiempo que la construye y que, en consecuencia, tiene su fundamento en lo que he llamado el pacto de responsabilidades entre el emisor y los destinatarios, el marco social no se presenta como un factor añadido sino como un elemento constituyente de lo literario. Por otra parte la incomodidad que pudieran tener los estudios en materia de sociología de la literatura, siempre se ha resuelto por parte del poder hegemónico literario proponiendo precisamente esa distinción.

iii. Aristóteles; o la gestión de una «cartera de contactos» en la polis literaria ultracapitalista (¡!). 

Más de lo anterior. Una cuestión que suele provocar incómodas miradas a la punta del zapato: ¿qué importancia concede a la gestión de las relaciones públicas frente al talento? O si quiere, ¿es posible sobrevivir en la literatura, ya sea como crítico o como autor, sin una cartera de contactos? Un paso más allá: ¿no deberíamos empezar a entender esa misma cartera como un estímulo o mecanismo socializador en lugar de como perversión nepotista...?

Partiendo, con Aristóteles, del hombre como “animal que se mueve en la polis”, no es posible sobrevivir ni en la literatura ni la albañilería sin “una cartera de contactos” y si entrecomillo la expresión no es para remarcar ningún carácter perverso sino para hacer ver que la propia expresión contiene semánticamente unas concretas relaciones sociales, las determinadas por el capitalismo, en las que lo social, los otros, devienen en meros valores mercantiles, en “cartera”, y en las que las relaciones interpersonales  se han transformado en “contactos”, es decir, en oportunidades de negocio. Es decir, que no se trata de empezar a entender nada nuevo al respecto pues hace ya siglos que el intercambio mercantil funciona como estímulo y mecanismo socializador. Otra cosa son los efectos de tal lógica sobre nuestras vidas pero supongo que ahora no se trata de hablar de eso.

iv. Ultimísima crítica cultural Made in Spain®: «En principio [la hipertrofia del elemento metaliterario que salta al abanico total de discursos —del diseño gráfico a la sensibilidad grunge, de la ficción pulp a las series de televisión...—] lo valoro muy positivamente, pues en definitiva responde a un desmoronamiento radical del humanismo jerárquico, si se me permite la redundancia, con todo lo que ello contenía de compartimentación  entre lo bajo y lo alto, lo escaso y lo abundante, lo accesible y lo inaccesible, lo sagrado y lo profano [...] tampoco conviene olvidar que esa oleada de nuevas influencias tiene su origen  mayoritario en la cultura de la metrópolis USA, por lo que no deja de sorprender la alegría con  que la colonia que al fin al cabo somos celebra los abalorios, espejuelos y  lenguajes con que nos someten y globalizan.»

v. Paul Auster – Copérnico – Álvaro Pombo: «llevo tiempo pensando en la necesidad de reescribir la historia de la literatura saltándonos las fronteras nacionalfilológicas para atender a aquello que realmente “lee” – entendido en su sentido más amplio-  una comunidad determinada en un momento concreto. Si la Literatura, como pienso, es una forma de nombrarnos, veríamos que hoy, por ejemplo, nos estamos narrando más a través de Paul Auster que de Alvaro Pombo y no es que esto me parezca mal pero sí me parece saludable reconocer que no es el Sol el que gira alrededor de la Tierra.

vi. Crítica literaria y facultades semiológicas: La importancia del elemento paratextual: «El libro como mercancía es un producto que incorpora un alto nivel de incertidumbre: quién compra un libro no sabe que se va a encontrar dentro [...] Gran parte del trabajo editorial consiste precisamente en rebajar ese alto nivel de incertidumbre y es ahí donde los paratextos intervienen. Es evidente que la marca es una elemento sobresaliente: es un sofá de Ikea, o es un sofá de Mariscal, es un libro de Pre-Textos o es una novela de Eduardo Mendoza, pero aparte de las marcas  o el título o los textos de contratapa funciona también el material del “embalaje”: papel, color, tamaño, imagen de portada. Todo un espacio semiótico que se pone en movimiento y que en consecuencia “dice” qué tipo de comprador o lector está buscando el editor. Se quiera o no los paratextos forman parte de la lectura y por eso la crítica debe de atenderlos.

vii. Algunas líneas sobre Caballo de Troya: «Cuando proyecté el sello estos aspectos intervinieron en mis conversaciones con los diseñadores: quería trasmitir una imagen sobria sin ser severa (de ahí la silueta del caballo de juguete), que revelase una voluntad de trabajar a medio o largo plazo (de ahí la inamovilidad del concepto base), muy centrada en los textos (de ahí la ausencia de imágenes o de foto del autor) y con unos paratextos semánticos que encerrasen la filosofía general de la editorial: “Para entrar o salir de la ciudad sitiada”, “Nuevas voces, nuevos autores, nuevas literaturas”. Desde el principio pensé en unos textos de contra, Avisos de lectura, que de modo indirecto fueran desgranando una “estética del editor”. En los tres primeros libros incluso evité que apareciesen las biografías de los autores. Aprovechando que la empresa era favorable al poco gasto se logró consensuar un diseño muy cercano a lo que quería. Con el paso del tiempo creo que las portadas se han hecho reconocibles, pero la presión, lenta pero segura, del marketing o de los comerciales hizo que hubiera que incluir las biografías de los autores o, más recientemente, a poner sobrecubiertas a todo color a tres títulos de los once que publicamos al año. Como Director gozo de cierta autonomía y por lo tanto de cierta dependencia.